lunes, 27 de septiembre de 2010

En el refugio de los sueños: Cara velada

Había recorrido los jardines de La Granja en Segovia. Aquella fastuosidad, que hoy afortunadamente se puede contemplar, no me entraba en la cabeza. Felipe V compró esos terrenos a los Monjes Jerónimos del Parral de Segovia con la finalidad de construir una residencia alejada del boato de la corte. Sin duda lo que trataban de conseguir tanto este rey como sus sucesores era el sueño de recrear un lugar perfecto para practicar la gran aventura de vivir. Nunca llegaré a entender porque existen los reyes, los reinados, la corte …, en fin todo ese poder. Pero esa es otra historia.

En uno de los pasillos que une el palacio con la capilla de la Colegiata se sitúan adosadas a la pared, en una especie de grandes hornacinas o edículos, numerosas esculturas, copias la mayoría del mundo heleno y romano. Algunas de estas copias resplandecen de blanco ya que están realizadas en simple escayola. Sin duda se encuentran allí de relleno para que no dé la impresión de vacío el gran corredor. Entonces fue cuando la vi. En una de aquellas hornacinas estaba ella, tallada en piedra (quizás fuera mármol no lo recuerdo bien), una de las esculturas más hermosas que he contemplado nunca; mis ojos se fueron directamente a su cara: no tenía formas; estaba velada.

Indagué, para eso está Google me dije. La obra fue esculpida por Luis Salvador Carmona, sobre 1750. Quise conocer más, como era lógico. Escultor barroco. Su obra escultórica era en su totalidad de índole religioso. ¿Por qué entonces aquella escultura? Era totalmente diferente al resto de su grandiosa obra, Me intrigó, pero era difícil seguir con la indagación; la exhaustiva información del servidor informático no llega a tanto.

“A don Luis Salvador Carmona, don Antonio Ahumada, secretario de los asuntos internos del rey, le encargó esculpir a su bella mujer: Lucrecia. Don Antonio conocía la impresionante obra escultórica de Luis Salvador y la delicadeza de sus tallas y queriendo congraciarse con su esposa, a la que tantas veces había sido infiel en aquella corte, se le ocurrió que el encargar una escultura de Lucrecia había de redimirle de sus aventuras extramatrimoniales.

Cada mañana el secretario al terminar la misa en la Colegiata enviaba a Lucrecia a al taller del escultor para que éste fuese esculpiendo la hermosa figura de la mujer.

A don Luis le extrañaba que la dama apareciese siempre hermosamente vestida y con el velo, con el que acudía sin duda al oficio religioso, sobre su rostro. Durante los primeros días de trabajo nada comentó a doña Lucrecia, pues su trabajo inicial consistió, como es lógico, en ir desbastando la piedra hasta ir formando lo que el artista buscaba: la silueta y formas de aquella hierática mujer. Pero aquel cuerpo y el bello rostro que se adivinaba bajo el tul que le cubría le hacían ir más allá; constituían una provocación al artista acostumbrado como estaba a la imaginería religiosa. Cada vez que posaba para él, se convencía más de lo que quería mostrar: aquel cuerpo que se ocultaba bajo los ropajes de Lucrecia merecía salir al descubierto, así como su, sin duda, hermosa faz.

-Doña Lucrecia, he de ir modelando su rostro, hora es de que lo conozca, ¿podéis descubriros, por favor?

La mujer se sobresaltó y en voz baja, semejante a un susurro, respondió:

-Mi esposo, el secretario del rey, no permite que usted vea mi rostro, es muy celoso, creí que ya se lo había comentado. Ni pensar quiero en ver cómo se irritaría si me sorprendiese con mi cara desnuda. Pensaría que entre usted y yo…

-Es imposible que yo esculpa su rostro sin conocer cada rasgo de él, su esposo debería comprenderlo –aclaró don Luis-. Hablaré con él.

-No, no lo haga, se lo ruego. Es un hombre agresivo, además de terriblemente celoso.

-Pero, esto no tiene ningún sentido. ¡No puedo inventar un rostro en lo que se supone ha de ser una escultura fiel reflejo de la modelo; de usted doña Lucrecia!

-Inténtelo se lo ruego. Seguro que a través del velo usted puede ver mis rasgos.

-Lo intentaré, pero lo que la estupidez de su marido no sabe es que de esta manera tendré que fijarme en su rostro con mayor atención.

Lucrecia sonrió tras el velo.

-Otra cosa –añadió el escultor- Su esposo para nada habló del ropaje que debía de llevar la escultura; supongo que dejó a mi elección tal asunto. Le rogaría doña Lucrecia que se despojara de algunas de sus ropas. Me gustaría esculpir las formas de su cuerpo apenas abrazado por la suavidad de un velo, como si éste se pegara a sus piernas, a su vientre y a su pecho impulsado por el viento… Y por qué no… el rostro, el rostro también estará velado.”

4 comentarios:

  1. Hola Rafa:

    Pues eso de que completes la información me gusta. Podría ser el inicio de un nueva novela.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  2. Hola Fernando:
    No me piques, no me piques.
    Este fin de semana vamos a Madrid, a ver a la niña. Como dices, si coincidimos nos conversamos unas cañas. Un abrazo

    ResponderEliminar
  3. Hola Rafa, me ha gustado mucho la forma en que has contado la historia, Podría ser totalmente real tal y como lo visionas. Parece que has sido testigo de la escena y diálogo de ambos. Y sobre estoy adivinando la sorisa de Lucrecia detras del velo...
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  4. Hola Katy:
    Sí, esa sonrisa puede que diera para ampliar este cuento, como insinúa Fernando. Quizás algún día.
    Gracias por seguir ahí tu también.
    Un abrazo

    ResponderEliminar