martes, 11 de mayo de 2010

En el refugio de los sueños: Encuentro


Era tarde, sobre las once de la noche, cuando sonó el teléfono en casa de Julia. Dudó en cogerlo, pero pudo más la curiosidad.

-¿Julia, Julia Lara? –preguntó una voz femenina al otro lado del auricular.

-Sí, ¿quién es, por favor?

-Soy Adela, Adela Urbieta.

-¿Adela?

-Sí, tu amiga de la infancia…

-Ya…, cuánto tiempo hace que…

-Más de treinta años, treinta y dos para ser más exacta, y estoy segura de no equivocarme.

-Y, ¿para qué me llamas, ahora, después de tanto tiempo?

-Para que me cuentes la verdad –respondió educadamente Adela.

-¡La verdad!..., siempre la supiste.

-Sé mi verdad, pero no la tuya. Deseo verte. El teléfono no es muy adecuado para lo que deseo hablar contigo. Ven a mi casa, si no te importa, al fin y al cabo de niña vivías prácticamente aquí. Me lo debes, Julia. ¿Te parece bien el próximo fin de semana?

Tras dudarlo un momento, Julia respondió:

-De acuerdo, no quiero que pienses que soy una cobarde.

-Nunca lo pensé. Sé que vives lejos de aquí, te agradezco que hayas aceptado mi invitación. Te espero el viernes por la tarde, con la cena preparada –añadió Adela y colgó el teléfono-.


Julia se quedó pensativa jugueteando con el auricular y con la mirada perdida en la habitación. Treinta y dos años –pensó-, treinta y dos años desde que se marchó de la casa de Adela. No podía ser; no podía haber transcurrido tanto tiempo. Restó de su edad: la respuesta fue treinta y cinco. Adela estaba en lo cierto había transcurrido aquel tiempo. Treinta y dos años sin verla…, sin verle, sin tener ni una sola noticia de ella…, sin saber nada de él…, de Francisco. Quizás fuera hora de cerrar aquella herida; ni un solo día había transcurrido en estos treinta y dos años sin que el recuerdo de aquel hombre no hubiera estado presente. Sólo había vivido para aquel recuerdo. Sí, iría a ver a Adela aunque le doliese el alma.


Miraba por el amplio ventanal abierto al jardín. Una de las puertas estaba entreabierta y la brisa del cercano mar se colaba de rondón en el amplio salón dónde el ama de llaves y el mayordomo colocaban la mesa para que estuviera lista a la hora de la cena. Adela quería que todo estuviese preparado para cuando su amiga apareciese de nuevo en su casa después de treinta y dos años sin verse. El sol comenzaba a declinar dorando con sus rayos la hierba del jardín, reverberaba el agua del estanque y el silencio exterior contrastaba con el ruido de la vajilla y la cristalería al ser colocada sobre el mantel blanco. Todo estaba dispuesto, Adela deseaba que Julia volviese a sentirse como en su propia casa. Se había criado allí en ese hogar donde era considerada la hermana pequeña de Adela por todo el círculo de amistades que visitaba con asiduidad aquella vivienda. Los padres de Adela, en especial la madre, no hacían distingos entre las dos niñas. Julia era hija de los guardeses de la finca y desde su nacimiento pasó a formar parte de la familia de los Urbieta.

El ruido del motor de un coche hizo mirar a Adela hacia la entrada de la finca; pocos segundos después se detuvo ante la entrada principal de la casa, Julia descendió y se quedó mirando la fachada de la vivienda, como si fuera la primera vez que la veía. El taxi que la había llevado hasta allí bordeó el estanque central y Adela lo vio desaparecer entre los árboles del bosque cercano. Volvió sus ojos sobre Julia, ésta la estaba observando. Las dos mujeres se miraron. La visitante subió los dos escalones que la separaban de la puerta y entró en la casa; una doncella tomó su abrigo y su sombrero. En el vestíbulo, dónde tantas tardes habían jugado de pequeñas, volvieron a mirarse. Notaron que el paso de tantos años no había hecho mella en lo que más querían: su orgullo. Los ojos de ambas, sin pestañear, se habían posado en los de la otra. Ninguna claudicó a la mirada que la dirigían. Se fueron acercando la una hacia a la otra sin dejar de mirarse. Adela abrió sus brazos y saludó a Julia:

-Sé bienvenida, Julia.

-Supongo que te habrá costado venir hasta aquí –señaló Adela-. Sin embargo creo que esta reunión será esclarecedora…, al menos para mí- añadió-. Deseo saber la verdad de lo que pasó para que te marcharas de aquí sin despedirte. Ya te dije que es tu verdad lo que quiero saber. Durante estos años –continuó Adela, mientras se sentaban a la mesa dispuesta para cenar- nunca he logrado entender por qué te fuiste de esa manera. Sí, ya sé, conozco la causa, el motivo si quieres, pero no tu verdad. Somos ya mayores: yo estoy próxima a cumplir los sesenta y nueve y tú tienes sesenta y siete. A ambas nos ronda la muerte, quizás pasen aún algunos años en el mejor de los casos, pero todavía estamos a tiempo de entender. Por eso te llamé. Llevo mucho tiempo esperando y ya no deseo, no puedo, esperar más. Siento que me empiezan a fallar las fuerzas, no físicas, pero sí de razonamiento. A veces me sorprendo a mí misma repitiendo las cosas a mis criados, cuando ellos ya están haciendo lo que momentos antes les indiqué. No me sucede a menudo, afortunadamente, pero ya empiezo a notar desvaríos en mi comportamiento. No temas, mi llamada no es ninguno de ellos, está premeditada. Deseaba haberte llamado hace tiempo, pero iban pasando los días sin atreverme a hacerlo. Ahora estás aquí. Sería ocioso recordar los buenos días que pasamos juntas. Eras una más de la familia, para mí y para mis padres. Te brindaron su protección, te dieron lo mejor de ellos mismos. No te he llamado para recordarte que tu posición actual se la debes a ellos y a tu esfuerzo, debo reconocerlo, pero quizás no lo hubieras conseguido sin su apoyo: no podrás negármelo. No me mires así, me he informado. Sé bastante de tu vida: que no te casaste, que te empeñaste en ser mujer de negocios y lo conseguiste... Ellos ya murieron, tus padres también, sólo quedamos tú y yo… Veo por tus ojos que lo ignoras –continuó Adela tras hacer una pequeña pausa sorprendida por la mirada de Julia-. Francisco también murió, hace ahora quince años. Tenía cincuenta años, un accidente de coche, viajaba sólo; no se pudo hacer nada. Veo que no lo sabías. No tenía sentido, en aquellos momentos, que te hubiera buscado para contártelo. Apenas si nos dirigimos la palabra durante aquellos quince años que duró nuestra vida en común desde que te fuiste, desde que le abandonaste. Era mi marido, pero sé que os queríais. Francisco fue un cobarde, nunca se atrevió a contarme vuestra relación. Tú también pecaste de cobardía.

-Me dijiste por teléfono que nunca habías pensado que fuera una cobarde –intervino Julia.

-Sí, eso te dije. Nunca lo pensé porque estaba segura de ello –cortó Adela-. Te alejaste de todos cuando descubrí, por casualidad, aquellas cartas. ¿Por qué, Julia, por qué? No hay mayor infidelidad que el no aclarar las cosas. No creo que te hubiera perdonando nunca, pero creo que lo habría comprendido. Al principio, cuando conocí a Francisco era un hombre encantador. Tenía treinta años. Recuerdo que era un amigo para ti. Cuando nos casamos, sé que eras feliz por mí y por él. Vuestro amor llegó más tarde, pasados dos años. Sé, comprendo que esto pudiera suceder, que estábamos siempre juntos los tres, y el amor es algo impredecible. Ponte en mi lugar: nunca descubrí una mirada furtiva, nada que me pudiera llevar a aquel engaño, porque para mí, cuando lo descubrí, el auténtico engaño fue el día a día de vuestro amor en secreto.

Adela había acabado su cena. Julia apenas había probado bocado.

Te preguntaría –continuó Adela, por tu vida, por tu día a día, fuera, por supuesto, de tu mundo empresarial. Por tu día a día íntimo. Por los mismos días que he sufrido yo en silencio. Nuestro matrimonio, desde tu desaparición, fue también huyendo de nosotros. Empezamos a hacer vidas separadas. Francisco acudía a diario a la empresa que habíamos heredado de mis padres, y yo me quedaba aquí sola en casa, sin otro quehacer que mirar por ese ventanal al jardín. Como ves pura abulia. Así pasaron quince años; nadie pareció percatarse de nuestra desunión. Apenas se nos veía juntos fuera de estas cuatro paredes. Algunos amigos venían, en ocasiones, a visitarnos o a cenar a casa. Ya nunca tuve una amiga en quien desahogar mis penas, como lo hubiera hecho contigo. No podía sincerarme con nadie. Esa es mi verdad, Julia. La mía. Te he llamado para que me cuentas la tuya: tu verdad. Sólo así me quedaré tranquila, y quizás, quién sabe, también tú.

-La verdad, ya la sabes, Adela.

-No, no es cierto. Eres mi invitada. Sabes que puedes quedarte a dormir en esta casa si así lo quieres, pero si prefieres irte lo comprenderé; mi chofer te llevará a dónde desees, no tienes más que decirlo, el coche está preparado fuera. Pero antes me gustaría escuchar tu verdad. Te fuiste, huiste, nos abandonaste a Francisco y a mí, aquella misma tarde. A él le partiste el corazón y a mí me destrozaste la vida. Pero y ¿tú?, y ¿vosotros? ¿Qué pasaba por vuestros corazones mientras vivíais vuestro amor en secreto? A lo largo de estos treinta y dos años muchas veces me he preguntado por vuestro sufrimiento a solas. Por el temor a ser descubiertos, por no poder hacer público vuestro amor. Por no poder vivirlo como se merecía. Nunca pudisteis ser libres. Nunca os vi besaros. Siempre estaba yo. No podíais evitarme: éramos tres. No te has casado nunca. Tú sabrás: remordimiento, recuerdo, no haber encontrado otra persona como él. En fin…

-Creo que debo de marcharme ya –dijo Julia levantándose de la mesa-, se ha hecho tarde para regresar a la ciudad. Además creo que ya sabes todo lo que querías, tu verdad y la mía; tú misma lo has aclarado todo.

-Como quieras –dijo Adela mientras acompañaba a Julia hacia la puerta- ¿Quizás no volvamos a vernos nunca?

-Quizás –dijo Julia mirando fijamente a los ojos de Adela-. Quizás.

Salió de la casa y entró en el coche. La gravilla del suelo emitió un gemido al arrancar. Adela se quedó en la puerta mientras el vehículo se alejaba. La brisa del mar había humedecido el ambiente, Adela sintió frío sobre sus brazos desnudos y entró en la casa cerrando la puerta tras de sí.


4 comentarios:

  1. Hola Rafa, Lo lei de prisa y corriendo. Estoy en la playa y me han dejado un portátil y la verdad sea dicha no estoy para cosas tristes. Vaya una vidas más vacias las que has decrito. Supongo que habra muchas así. Muy bien ambientada por cierto. Me ha gustado el decorado. te felicito.
    Pasaba solo a saludarte, y me encontré con esta publicación :(
    Un abrazo

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  2. Hola Katy:
    Pues disfruta, ¡qué envidia, aquí estamos a 4 grados!
    Muchas gracias por acercarte como siempre.
    Un abrazo y que lo pases bien.

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  3. Hola Rafa:

    Un relato con una profunda carga emocional. SE puede visualizar la escena y palpar el ambiente. Genial.
    Un abrazo

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  4. Hola Fernando:
    Me alegra este contacto casi diario contigo y que además te gusten mis cosas.
    Gracias por tu fidelidad. Un abrazo

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