En la calle Luis y Rubén habían seguido discutiendo cada vez con menos vehemencia, sabedores de que en el amor siempre gana el otro y que al final sería Cristina quien decidiese su futuro.
Era la última tarde. Sabía que podía volver cuando quisiera, así se lo había pedido doña Soledad y ella se lo había prometido sin dudarlo un minuto. Se habían hecho cómplices aquellos dos intensos meses de verano. A veces, pensaba Cristina, cómo era posible que aquella anciana que nada tenía que ver con el tiempo que le había tocado vivir a ella estuviera tan próxima en sus pensamientos, mucho más cercanos que los de su propia madre, mucho más joven y en apariencia más cerca de sus ideas, pero a la que nunca se había atrevido a confesar sus problemas más íntimos, y sin embargo con aquella mujer al borde de la senectud física se había abierto su corazón.
Mi niña, ayer te contaba una de los últimos enredos que me sucedieron en Grecia. Grecia fue nuestra última residencia. Allí se jubiló Alfredo, más o menos por mil novecientos ochenta y cinco, no recuerdo bien. Aquí en España se respiraban ya, por fin –dijo elevando la voz y los ojos hacia el techo-, aires de libertad, esa de la que disponéis ahora los jóvenes. En Madrid, han ido transcurriendo los años sin apenas darnos cuenta. Hace tiempo que Alfredo no quiere salir conmigo a la calle -Cristina no pudo evitar un suspiro- Si voy de compras, sola; si salgo al cine, sola; ni con amigas puedo ir, ¡se han quedado todas sordas! Bueno, me consuelo con el cóctel de mediodía, eso sí que no lo perdono. ¡Qué Alfredo no quiere venir, tanto mejor, lo paso divinamente con las chicas! Claro que Alfredo lo pasó muy mal hace unos años con la muerte de su cuñada, Elvira, la mujer de su hermano Francisco, y con lo que le sucedió a su sobrina Marisa. Creo que te comenté que algún día te contaría esa historia. Hoy es el último día que vienes a verme…de momento –emitió un leve suspiro mientras miraba los profundos ojos azules de Cristina- y no quiero que te marches sin conocer esta otra parte de mi vida. Ochenta y seis años hace que nací y quizás esta sea la historia que más me ha conmovido y que nos ha hecho sufrir tanto a Alfredo como a mí. Pero en fin la vida continúa y al menos para Marisa, nuestra sobrina, las cosas terminaron bien. Verás:
“Marisa tenía las manos sobre los ojos; los dedos ejercían un suave masaje que le relajaba del cansancio de la lectura. Las gafas subían y bajaban al compás del lento movimiento. Echó la cabeza hacia atrás reposándola en el sofá. Abrió los ojos y se quedó con la mirada fija, casi perdida, sobre el objeto que acababa de comprar en la tienda de chinos del barrio al que se había mudado hacía dos días. Era su primer adorno: un pequeño cesto de paja. Para dejar las llaves y el móvil al regresar a casa –pensó al comprarlo-. En el equipo de música sonaba “A hard day´s night” de los Beatles. Volvió a la lectura pero la cabeza de la mujer comenzó a deambular por otros territorios.
Su madre había muerto hacía cinco años. Marisa no tuvo hermanos y, al decir de las amistades de sus padres, siempre había sido una niña si no consentida al menos mimada. Ella no recordaba haberse sentido así nunca. No olvidaba el cariño de Elvira, su madre; siempre estaría presente en su vida este recuerdo. Sus padres le habían enseñado a saber valorar que el trabajo y el estudio le habrían de proporcionar los medios para valerse en la vida. Y su ayuda, su inestimable ayuda cuando más la necesitó, cuando aún era una adolescente de quince años. Pensaba en su madre mientras seguía contemplando aquel cesto que había comprado, abandonada ya la lectura del libro que reposaba, ahora, en su regazo. A Elvira no le gustaron nunca los estudios que había elegido su hija: “Técnico de Medio Ambiente”. Pero ¿qué sabes tú del ambiente ese, qué es eso, por dios? –le preguntaba con frecuencia-. ¡Si parece oficio sólo de hombres! Siempre me gustó la naturaleza–contestaba la chica-. Sí, pero de gustarte a vivir de ese trabajo va un abismo –respondía Elvira-. ¡Tienes que prometerme que vas a elegir otra profesión! ¡Y mira como vistes, si pareces … qué sé yo… no sé lo que iba a decir! ¡Arréglate un poco y los chicos se fijarán más en ti! Marisa nunca se lo prometió y desde que su madre había muerto una especie de desconsuelo parecía haberse apoderado de su vida, como si Elvira hurgase desde el más allá la herida abierta en la conciencia de su hija. Con su padre era distinto. Parecía entenderla más y dio por buenos aquellos estudios. Ahora, de alguna manera le había abandonado al marcharse de su ciudad; pero el trabajo mandaba. Francisco así lo entendió y aunque en su fuero interno sabía que estaba perdiéndola, al menos de contar ya con su compañía diaria que tanto bien le hacía desde el fallecimiento de su esposa, también sabía que la vida de Marisa le pertenecía a ella y había de vivirla según su entender. Quizá también la ayudara a olvidar.
Alta, delgada, de pelo corto y ensortijado, apenas dejaba huella en los demás. Tampoco con su carácter retraído daba pie a entablar demasiadas relaciones de amistad. Llevaba siempre puestas aquellas gafas de montura antigua e indefinida tan poco favorecedoras. Y qué decir de su forma de vestir: su ropa siempre parecía pasada de moda. Apenas se arreglaba para salir a la calle. Ojos, labios y pómulos parecían huir de la alegría de vivir. Y sin embargo para alguien que la observara con atención, tras aquellas gafas y aquella cara que siempre parecía recién lavada, podían descubrirse unos ojos claros, transparentes, y un rostro inteligente. Podría ser hasta atractiva y guapa tan sólo si se lo propusiera, pero estaba claro que la felicidad en aquel aspecto no era una de sus prioridades.
Volvió al libro. En la lectura se percató de que la protagonista de aquella interesante historia se parecía demasiado a ella misma. Sonrió por la casualidad; era como si el autor se estuviera burlando, como si la conociera desde siempre. Sólo era una coincidencia que la Nora del relato tuviera más o menos su misma edad, veinticinco, fuera alta y delgada y también hubiera prometido, en este caso a su padre, algo que tampoco había podido o querido cumplir. Se enredó en la lectura, las casualidades se quedaban ahí, hasta que sintió que sus ojos se perdían en las letras por falta de luz; la tarde tocaba a su fin y la cercana oscuridad comenzaba a alargar las sombras en la calle. Inconscientemente abandonó el libro sobre la mesita próxima y encendió la lámpara, alargando su brazo izquierdo, que emitió una luz blanca y mortecina que poco a poco fue ganando en intensidad. El techo de la pequeña sala hizo de pantalla y llenó de claridad la estancia. Marisa recorrió las desnudas paredes y el escaso mobiliario: un pequeño sofá de dos plazas, una mesita y un mueble que trataba de ser moderno sin conseguirlo, eran todos los elementos que adornaban aquel espacio. Una bombilla colgaba del techo a la espera de ser vestida. Pero era su primer domicilio; un apartamento pequeño y barato de alquiler, pero bien situado en el centro de aquella pequeña ciudad del interior.
El disco de los Beatles hacía tiempo que había dejado de sonar. Marisa apenas si había seguido cada uno de los temas que reconocía a los primeros compases, pues aunque la época que le había tocado vivir no se correspondía con la de los chicos de Liverpool, su padre escuchaba esa música con frecuencia, con “demasiada” según su madre a la que la música parecía atormentarla y ponerle nerviosa. De hecho los ruidos, inevitables en un piso de comunidad, le alteraban el ánimo de forma que hasta ella misma era consciente de su fobia. Ese nerviosismo lo transfería al entorno familiar creando, en ocasiones, situaciones incómodas e incluso cómicas y que al decir de Francisco no venían a cuento. Marisa sonreía recordándolo, pero en su rostro siempre había, desde hacía años, una mueca de extravío, de desinterés… de abandono. Cuando se miraba al espejo, éste le devolvía una obstinada distorsión de todo lo que la chica pretendía hacer con su vida. No había nada peor que aquello, mirarse y ver en el reflejo su rostro de siempre: hundido, doliente y esquivo. Parecía una broma que el destino trataba de hacerle creer. La chica procuraba rebatirlo mirando hacia otro lado, para más tarde volver a aquel espejo, por ver si sólo se trataba de una pesadilla. Pero una y otra vez, en su regreso, el sudor le empapaba el rostro, le recorría los brazos y sus manos resbalan al intentar tocarlo. Se acabó, se acabó para siempre –pensaba mientras se alejaba del reflejo.
Porque a pesar de su edad, Marisa tiene un pasado… duro y que no es fácil de olvidar.
El aire azotaba la cara de la chica, que miraba fijamente las olas desde la duna próxima al lugar dónde estaba su pandilla de amigos pasando aquel caluroso día de playa, a pesar de la mano, que a modo de visera, tenía colocada por encima de sus ojos; la fina arena le molestaba en su observación. No veía a la niña, a Irene. En aquella escena, abierta a sus ojos, había un error: algo faltaba. Atezada por el sol, Marisa, al contrario que su grupo de amigas, no se protegía de sus rayos. La naturaleza le había dotado de una piel dura y aceitunada que con los primeros fulgores se volvía cobriza, adquiriendo un color, envidia del resto de miembros de la pandilla que habían de embadurnarse de cremas con protección solar y buscar lugares a la sombra para que sus espaldas, brazos y piernas no se vieran enrojecidas los primeros días de playa. La duna, bajo la que se encontraban, les proporcionaba el cobijo necesario. Marisa desde lo alto de ésta seguía oteando la playa, sin que a Irene se la viese por ninguna parte. Bajo la palma de su mano sus ojos claros contrastaban con su rostro bronceado. ¡Irene! gritó desde su improvisada atalaya, ¡Irene! Volvió a gritar, ya con desesperación. Sus amigas levantaron la vista hacia lo alto del montículo de arena.
La búsqueda de la niña resultó estéril. Irene había quedado al cuidado de Marisa; los padres de ambas eran amigos y aquel verano Marisa se hacía cargo de la chiquilla; ganaría su primer dinero -para “mis cosas” decía- mientras los padres acudían a sus trabajos. Irene era como un juguete para Marisa, y ésta hacía de hermana mayor de la niña.
El mar devolvió, a las pocas horas, envuelto en arena y algas, el menudo cuerpo de la pequeña, sin duda pensó que aquella criatura no le pertenecía.
Ya nunca habría espacio en Marisa para ninguna otra cosa, tan sólo cabría en su conciencia lo que había sucedido.
Nubes negras que no parecen querer desplazarse, cargadas de presentimientos erróneos, se sostienen en el aire como en un milagro. Debieran caer por su propio peso. Pero ahí están inmóviles, plomizas. Tan sólo una línea de claridad parece limpiar el horizonte, su horizonte, quizás. Esto piensa Marisa, y ese pensamiento convive con ella desde aquel día. La tierra, bajo aquel cielo, también está oscura pero en ella se puede atisbar un grado menor de negrura. Una esperanza, reflejada día a día en los ojos de su madre, por eso su pérdida se hace insufrible. Qué más puede depararle el destino. Las nubes cargadas de malos presagios no acaban de desaparecer; la tormenta no parece querer aliviarse sobre la tierra árida recalentada por el sol. Un soplo, tal vez sólo hiciese falta un soplo de brisa para que se alejara o al menos diera un respiro a la mujer.
Habían pasado casi diez años desde aquel aciago día hasta la llegada de Marisa a su nuevo domicilio en aquella ciudad de provincias tan gris y fría. Desde el primer momento comenzó a echar en falta la luz de su pueblo costero, el sol, los verdes campos… donde había transcurrido su vida hasta entonces. Pero ni un solo día de esos diez años había dejado de recordar a Irene. Era consciente de que los rasgos de aquella criatura, en el transcurso de estos años, ya no serían los mismos, así como su infancia poco a poco habría desaparecido, pero el olor de aquella niña, eso no podía olvidarlo. Había anidado en su interior. Podía olvidar incluso a la niña que fue Irene pero su olor permanecería por siempre. El padre de Marisa, a pesar de que le dolía la marcha de su hija, pensó que aquel cambio le ayudaría a superar el dolor que sentía hacia aquella absurda pérdida.
Curiosamente, Marisa cayó bien ante sus compañeros de trabajo en su primer destino, recién aprobadas las oposiciones para la administración. A ellas porque no veían en aquella mujer desgarbada y con aspecto tan poco femenino a una contrincante, y a ellos simplemente porque apenas la miraron al llegar. La chica se introdujo sin hacer ruido, sin que se notara demasiado su presencia. Asignada a la sección del “Fondo Español de Garantía Agraria” su trabajo consistía en comprobar los justificantes, que los bancos de la ciudad le enviaban, para transferir fondos a los agricultores de las poblaciones limítrofes a la ciudad que habían depositado en los almacenes de la Junta los cereales recolectados. Un trabajo tedioso y escaso que para nada coincidía con sus expectativas ni con su idea sobre el medio ambiente.
En la sección tan sólo trabajaban dos personas: don Santiago Palacios, Ingeniero de Montes, y ella.
-¿Técnico en Medio Ambiente? –dijo decepcionado al comprobar el informe de Marisa, mientras miraba a la mujer de arriba abajo-. ¡Había solicitado un ingeniero! ¡Así no empezaremos nunca con lo que de verdad nos interesa! En fin seguiremos con la rutina–y pasó a explicar a Marisa en qué consistía.
El timbre de su vivienda sonó con fuerza y extrañeza. Marisa, en albornoz, abrió con desánimo.
-¡Hola! –dijo una gran sonrisa disfrazada de vida-. Soy Noelia, tu vecina de enfrente. He pasado a saludarte. Me he enterado que acababas de instalarte y venía a ver si necesitabas algo. Ya sabes los primeros días que se llega a un lugar nuevo no se suele tener de nada –explicó de un tirón la mujer, desorientando a Marisa.
-¡Ah! La verdad es que no he tenido tiempo aún ni de echar nada en falta, pero gracias –se esforzó en contestar Marisa.
-¿Puedo…pasar?
-¡Ah, sí! Perdona, es que no esperaba visita. Como dices acabo de llegar y no conozco a nadie. Me ha sorprendido el timbre.
-Claro, lo entiendo. Ya te irás haciendo.
-¿Quieres, un café? –preguntó solícita Marisa.
-A estas horas mejor un té, si tienes. Es un poco tarde y el café me suele desvelar –aclaró Noelia.
-Sí, si tengo, las infusiones son mi debilidad; me paso el día tomándolas.
Mientras hablaban, Marisa estaba sorprendida de sí misma. Hacía mucho tiempo que no tenía una conversación con nadie, aparte de con su padre. Aquella mujer le había seducido, quizá porque no lo esperaba o porque la franca sonrisa de Noelia y sus ojos llenos de vida y de sinceridad le hacían recordar a los de su madre. Fuera como fuese entre las dos mujeres comenzó a fraguarse una complicidad a la que no fue ajena una sincera amistad, o tal vez porque ésta llegó sin previo aviso, sin que ninguna de las dos la buscase más allá de su conocimiento inicial. Sucede que a veces las cosas más sencillas de alcanzar se encuentran al otro lado de un simple rellano de escalera.
Marisa fue, poco a poco, abriendo el corazón a Noelia. Y ésta le hizo partícipe del suyo. Noelia era algo mayor de edad que Marisa, pero las confidencias de las dos mujeres viajaban por los mismos senderos; se compenetraron bien desde un principio. Tan sólo en lo que atendía a la vida privada de Marisa, Noelia percibió una cercana reticencia a que Marisa le hiciese cómplice de su vida más personal, lo cual no dejaba de extrañarle, puesto que por lo demás sí sentía que Marisa se comportaba como una mujer accesible. Pero había algo en aquella mujer que le extrañaba, que no acababa de comprender. ¿Un desengaño amoroso? –pensaba con frecuencia-, pero quién era ella para preguntar.
Fue aquella mañana al ir a trabajar cuando Marisa sintió “aquel olor” que parecía escondido pero no olvidado.
Noelia le había hablado de Arturo, su marido, y de Carlota su preciosa niña de cuatro años de edad. Hasta aquel día Marisa no había visto a la pequeña. Un ligero retraso en ir al trabajo propició el encuentro. Coincidieron en el rellano de la escalera. Marisa se agachó para besar a la niña y volvió a percibir el olor de Irene. Apenas le rozó la mejilla con los labios limpios de carmín. No pasó desapercibido el detalle a Noelia, a la que extrañó el comportamiento de su nueva vecina, y en la que pareció ver aquella reticencia que le tenía sorprendida. Marisa fue consciente de la incomprensión de su nueva amiga. Le miró fijamente a los ojos. Una lágrima parecía querer desprenderse de los transparentes ojos de la mujer, apretó con su mano el brazo de Noelia mientras le decía:
- Noelia tenemos que hablar.
Se alejó escaleras abajo tras mirar a Carlota e intentar esbozar una sonrisa. Noelia estrechó la mano de su hija mientras veía descender a Marisa.
-La niña lo nota; lo siento en sus ojos; en cómo me mira y los desvía con cautela, como si presintiera algo dañino por mi parte –dijo Marisa mientras sujetaba con fuerza la blanca taza de té-. Noelia, Carlota parece adivinar mi pasado: su mirada me lo dice. –continuó hablando cada vez más alterada.
Se hallaba de pie, junto a la ventana, con la mirada perdida en la calle, en el pequeño piso de Noelia y Arturo. Carlota, de rodillas sobre la alfombra de dibujos geométricos y apoyada en la mesita auxiliar, jugaba coloreando en un cuaderno, mientras su madre, sentada en el sofá, miraba con aire de preocupación a su amiga que en ese momento le daba la espalda; sabía por su experiencia profesional, que era conveniente dejar hablar a las personas, para que se desembarazaran poco a poco de sus problemas. El expresarlos era una buena terapia. Marisa entre sorbo y sorbo de la bebida seguía hablando acaso inconscientemente. Nunca, hasta ahora, se había visto en la necesidad de explicarse. Nadie le pidió nunca cuentas; los propios padres de Irene, por encima de su angustiosa tragedia, tardaron en comprender los duros momentos por los que pasó Marisa, como era natural, pero al cabo del tiempo aceptaron aquella nueva realidad en sus vidas y no pudieron por más que unirse a la tristeza que turbaba a Marisa.
La mujer, sin apartar la mirada del exterior, continuó hablando, a veces sin conexión unas frases con otras, como si se hallara perdida. La pequeña taza de porcelana temblaba en sus manos.
- Carlota presiente algo; me tiene miedo Noelia.
- No, Marisa tú eres la que tiene miedo; la niña sólo nota que no sabes expresarle cariño. Es lo único que sienten los niños. No te preocupes es sólo cuestión de tiempo, y además estoy segura de que Carlota te va a ayudar a superar tu problema. Lo sé por experiencia, no olvides que es mi trabajo.
- ¿Tiempo? Llevo ya diez años y no logro olvidarlo.
- No lo vas a olvidar nunca, Marisa, pero sí lo vas a superar. Creo que nunca te has enfrentado a ello. Has vivido con ello, pero eso no es lo mismo. Estoy segura de que esta conversación te va a ayudar más que todo ese tiempo transcurrido. Sin duda el cambio de lugar, tu nuevo trabajo, tus compañeros –alguno habrá que empiece a hacerte caso –, nosotros: Arturo y yo… y sobre todo Carlota ya lo verás.
Carlota levantó la vista de sus dibujos al escuchar su nombre, le brillaron los ojos al ver la cara alegre de su madre. Desde la ventana, Marisa volvió la cabeza y trató de sonreír a la niña mientras se dirigía hacia el sofá donde se encontraba su amiga, ésta la recibió abriéndole sus brazos. Sería pura intuición o la necesidad de cariño constante que precisan los niños, el caso es que Carlota dejando de pintar se unió a aquel abrazo introduciéndose entre las dos mujeres: colocó, primero, sus dos bracitos sobre el cuello de su madre; pasados unos segundos su brazo derecho abandonó su inicial postura para irse a posar sobre el pecho de Marisa.
El amor llegó envuelto en un buzo azul con hombreras amarillas; el chico que lo llevaba no se había quitado el casco de motorista, no lo había hecho en ninguna de sus visitas diarias como repartidor de correspondencia; lo hizo, aquel día, al fijarse con mayor detenimiento en Marisa, sentada tras la mesa del despacho. La mujer acababa de cumplir veinticinco años cuando lo conoció; nunca antes la habían cortejado. Recordó las palabras de su madre: “¡Arréglate un poco y los chicos se fijarán en ti!” Tardó mucho en saber qué había visto aquel chico en ella, y era consciente de que ninguna de sus compañeras de la Administración lo entendería. Marisa estaba segura de ser un enigma para ellas; el aburrimiento que presidia su vida así lo atestiguaba. A ojos de los demás parecía sólo entregada a su trabajo y a su propia vida interior. A poco que se profundizase, cualquiera se podía imaginar que aquella rutina que se desprendía de ella no era del todo verdad. En sueños, Marisa, siempre tuvo un amante. Al calor de las sábanas se lo imaginaba como un ideal, pero en su ensueño nunca llegó a pensar que aquel amor fuera alto, grande como un oso, moreno, con los ojos negros y el pelo ensortijado que hasta ahora había ocultado, al igual que su rostro, tras el casco que aquel día decidió quitarse para mirarla. Y aquel chico que parecía aún rozar los límites de la adolescencia se quedó descubriendo los ojos transparentes de aquella mujer con el atrevimiento que da el paso de joven a hombre, sin bajar la vista mientras entregaba el sobre con los formularios que a diario repartía. Marisa sostuvo aquellos ojos negros, profundos, llenos de ganas de vivir y ansiosos de conocimiento, en tanto alargaba el brazo para coger los documentos. Fue ella la primera en abandonar la contienda sabedora de que había perdido el primer asalto pero esperando la llegada del día siguiente.
Don Santiago miraba la puesta en escena, abierta ante sus ojos, y no pudo por más que sonreír recordando, quizás, viejos y casi olvidados momentos de su vida.
-¡Roberto, Noelia, se llama Roberto! Lo he conocido en la oficina. Bueno él no es de la Junta, pero va por allí todas las mañanas. Trabaja para un “courier”, ya sabes esas empresas que se dedican al transporte rápido de todo tipo de cosas: paquetes, cartas, documentaciones urgentes… Es así como ha estado yendo a diario por mi despacho. La verdad es que hasta el otro día que se quitó el casco de motorista no le había visto la cara ni los ojos ni el pelo negro y ensortijado. Es tan…tan, no sé cómo decirte. Y además es alto, delgado, muy hombre a pesar de su juventud; es menor que yo… dos años… creo. No sé que habrá visto en mí, la verdad. La primera vez que me miró creía que me comía con los ojos; no los apartaba de mí. Más tarde, pensándolo, debí ruborizarme en exceso pues sentí la curiosa mirada de mi jefe sobre mi rostro. Nada dijo pero su cara lo expresaba con claridad.
Noelia no había escuchado a Marisa hablar tan seguido y con tanto entusiasmo nunca.
-Nunca pensé que se pudiera sentir algo así –continuó Marisa-. Tengo que poner al día mi vestuario –mientras hablaba se había dirigido hacia el armario del dormitorio-, a ver qué me sirve. ¡No hay nada que me valga! ¡Mierda, mi madre tenía razón! Noelia, ¿quieres ir esta tarde de compras? ¡Ayúdame, por favor! –dijo, suplicando, una desconocida Marisa.
-Sí, sí quiero… ah, y las madres siempre tienen razón –contestó una risueña a la vez que asombrada Noelia.
No, no me pidas eso, por favor –rogó Marisa a Noelia-. Te lo ruego –añadió mientras juntaba las manos en actitud de súplica.
-Arturo y yo estamos de acuerdo, así que no me gustaría que rechazaras nuestro plan; además nos harías un favor: tenemos ganas de pasar un fin de semana juntos… solos los dos –añadió con firmeza-. Hace más de cuatro años que no tenemos esta oportunidad, será para nosotros como una segunda luna de miel…, estamos atravesando un momento delicado en nuestro matrimonio - mintió-, … nos vendría muy bien, Marisa, te lo agradecería en el alma.
- ¡Tres días! –replicó Marisa.
- Sólo son dos, uno y medio si me apuras, volveremos el domingo por la tarde.
- Noelia, sabes por lo que he pasado, no puedo hacerme cargo de Carlota. No puedo – repitió mientras una mueca de pavor se instalaba en su cara-, no me siento capaz.
- ¿Crees que si no estuviera segura de lo que pido te dejaría al cuidado de mi hija? Para que no te resulte tan violento te quedas en nuestra casa, así la niña se sentirá más cómoda con sus cosas. Además ya has visto que te ha acabado adorando, como era lo lógico. Ya llevas varios meses en esta ciudad, seis si no recuerdo mal. Carlota no para de hablar de ti en casa; eres para ella como una segunda madre. La ves a diario, bueno últimamente la compartes con tu Roberto y a veces la niña te echa en falta. Por cierto ese chico se deja querer.
Volvió la tempestad, las nubes negras, los ojos de su madre, la claridad aún lejos, en el horizonte de su vida. El olor de Irene, ese olor acaso insufrible que le martirizaba. La playa, el calor de sus pies en la arena, y el mar…el mar revuelto de algas, de recuerdos.
Noelia y Arturo habían hablado e incluso discutido sobre la conveniencia de dejar a Carlota con Marisa un fin de semana. Arturo no estaba demasiado convencido ya que por una parte conocía menos a Marisa, y por otra estaba al corriente del pasado de su vecina, pero confiaba ciegamente en su mujer y en la profesionalidad de ésta en su trabajo. Noelia se lo pedía como un favor mutuo hacia ellos mismos y sobre todo hacia Marisa pues entendía que aquella acción podía ayudar a solucionar el problema de su amiga. Además contaba con la complicidad de Roberto al que había anunciado sus planes. A Roberto también le pareció una buena idea.
Los días transcurrían inexorables para Marisa; la fecha en la que se iba a hacer cargo de Carlota se acercaba sin dilación. Roberto lo notaba; Noelia lo comprendía pero no dudaba de que su proposición fuera acertada; don Santiago se preocupaba por la falta de atención que Marisa ponía en su trabajo.
-Marisa - le dijo una mañana en la que la mujer había casi evadido la llegada de Roberto en su reparto diario-. ¿Le sucede algo? Lo digo porque no parece poner atención en su trabajo. Si tiene algún problema no dude en decírmelo.
-No don Santiago, es usted muy amable. Es personal, supongo que se pasará pronto. Además es que este trabajo es tan tedioso.
-En eso le doy la razón. Yo, como creo haberle dicho, esperaba un ingeniero de montes, es lo que solicité en su día. Estoy contento con su “tedioso” trabajo pero no es lo que yo esperaba. Por cierto –dudo un momento para continuar-, ¿sus estudios no le permiten preparar la ingeniería?
-Sí, necesito dos cursos para obtenerla. Ya lo había pensado.
-Anímese, a mí me serviría de ayuda. En cuanto se pusiera a estudiar podría conseguir otro tipo de trabajo para usted, Marisa. No lo dude.
-Gracias, lo pensaré.
- No tarde en pensarlo que el tiempo vuela.
Aquel sábado amaneció nublado. Qué otra cosa se podía esperar –pensó Marisa en voz alta-. La tormenta pasará, ya lo verás – le comentó un enamorado Roberto-.
Carlota se balanceaba en el columpio. Era Roberto quién empujaba, con cadencia, la espalda de la niña. Carlota reía. Un viento cálido soplaba en su cara infantil tras el movimiento. Su pelo volaba en cada impulso y se podían escuchar sus risas entre el griterío infantil. Marisa contemplaba la escena. Roberto dejó de columpiar a Carlota; ahora la niña jugaba con otros niños en la arena. Se acercó al banco donde se encontraba Marisa.
- Me resulta tan familiar –comentó la mujer con la cabeza gacha e intentando, con la punta del paraguas, garabatear sobre la tierra un imaginario dibujo-, tan lejano y tan próximo a la vez. Es como si hubiera sucedido ayer mismo. No lograré olvidarlo nunca… mientras viva estará ahí, inundando mi existencia.
- Ya te lo dijo Noelia: “No lo vas a olvidar nunca, pero tienes que superarlo”, y tiene razón, ya verás cómo poco a poco lo logras – convino Roberto a quien la situación empezaba a pesarle, pero al que sólo mirar los ojos de su amada le hacía olvidar todo lo demás.
Carlota se cansó de jugar con sus nuevos amigos y se dirigió hacia la pareja.
-Marisa tengo hambre y sed, mucha sed. Quiero un helado. Mamá me dijo que tú me lo comprarías.
-¿Seguro que te dijo eso? –preguntó Marisa mientras se levantaba del banco. ¡Ven aquí, zalamera, que te voy a comer esos dos carrillos!, e izó a la niña para besarla.
Roberto sonreía mientras meneaba cabeza.
Y el amor se metió en su cama. Carlota dormía plácidamente en la habitación contigua, a un paso de una nueva realidad.
Los ojos de Marisa se llenan de lágrimas. El sabor de sus bocas les confunde; aquel sabor a manzanas verdes se ha mezclado con el sabor del llanto dulce y alegre, y sonríen: ¡cómo no hacerlo! Roberto la toma en sus brazos con un deseo tierno. El hombre se sumerge en los ojos de su amada. Ve su imagen reflejada en el iris, pero no se percata de ello pues busca quedar inundado por el amor de Marisa, que inmóvil ante él aguarda con el pecho latente la llegada del deseo. Pero el deseo, al que sólo mueve el corazón, se ha instalado en su cuerpo justo en el momento en que Roberto le da el primer abrazo. El hombre toma el rostro de Marisa entre sus manos y humedece sus labios en los de ella, el sabor a manzanas regresa. Marisa cierra los ojos, es capaz de ver a su amante con ellos cerrados, y deja hacer al deseo, o al destino, o al amor, que para ella en aquellos momentos no se diferencian. Roberto, estimulado, se deja llevar y la atrae más cerca. Rodea el talle de Marisa con una de sus manos y con la otra le acaricia la nuca. La cabeza de ella reposa, ahora, sobre el pecho de él, mientras el silencio se apodera de la habitación, tan sólo cercenado por un lejano rumor que llega desde la calle. La habitación de Carlota permanece en absoluto silencio. Sólo el aire escucha la respiración de los amantes, que se vuelve rítmica a medida que pasan los minutos. Ambos se dejan hacer el uno del otro; si Roberto avanza unos pasos, ella retrocede a su compás. Recuerdan el cortejo de algunas aves. Es como un baile, como una comunión entre ambos. Así avanzando y retrocediendo, llegan hasta la cama y dejan hacer a los sentidos. La torpeza les sorprende desnudándose. Las manos resbalan por aquellas abotonaduras, de la sencilla camisa de Marisa, para Roberto tan complejas. El apremio se va haciendo inaguantable. Marisa tiembla en un escalofrío apenas perceptible. Roberto parece descubrirse, en su nerviosismo, como un amante inexperto que hace desearle más, pero tan sólo es una impresión momentánea. Por fin se encuentran. La piel tibia de ella y el calor apremiante de él. Las manos permaneces unidas, pero pronto cada una de ellas busca el cuerpo de su amante y se van deslizando por los rincones más ocultos. Las de Roberto van subiendo por las piernas de la mujer y se posan, ahora, diestramente en la hierbabuena del pubis. Con sabiduría se demoran en el vientre y van encontrando la habitabilidad de aquellos valles y colinas. Caminan con retardo por los pechos de la mujer, descifrando su hondonada. Tan pronto unen sus labios como separan sus rostros para verse, para reconocerse, y volverse a juntar en un beso infinito. La cabeza de Marisa reposa sobre la almohada y la inclina hacia atrás mientras Roberto ya inundando aquel armonioso cuerpo de placer. Los dedos de él recorren la aureola rosada de los pechos con detenimiento, como si desearan no dejar ningún espacio sin reconocer. La ternura inicial va dejando paso a un ahogo incontrolable. Los pulmones se agitan, las bocas se buscan más y más con desesperación, y la piel les va uniendo, y los brazos atraen los cuerpos con fuerza. Marisa va encorvando la espalda mientras sus piernas se alargan sobre las blancas sábanas, y van rodeando, a continuación, poco a poco, la cintura de Roberto. Los brazos de Marisa se deslizan sobre el cuerpo de su amante mientras sus manos parecen ejecutar una pieza musical. Sus ojos se abren en el momento en que la sorprende el dulce placer del amor físico, y su boca se abre agitada en busca del aire que parece faltarle. Ve en lo alto la luz de la lámpara que ha permanecido encendida y parece haber encontrado el firmamento.
Nada se dicen, continúan unidos por las manos. Uno junto al otro. Desnudos. Con los ojos fijos en lo más alto. Su respiración se va atenuando. Roberto vuelve el rostro hacia ella que permanece inmóvil y aún jadeante. Con su mano derecha rescata una lágrima que se va deslizando por la mejilla de Marisa y la besa. Más que un beso se bebe el ligero llanto que se escapa de los transparentes ojos de su amada. Ahora es ella quien ladea la cabeza e inclina su boca hasta acercarse a los labios de Roberto. Los besa y los vuelve a encontrar dulces. Observa sus ojos y la mirada de Roberto le devuelve la certidumbre de haber encontrado en aquel hombre la seguridad en ella misma que parecía haber perdido. Permanecen tendidos, sin atreverse a hablar, hasta que un apreciable ronroneo, en la habitación contigua, devuelve a Marisa a la realidad. Hacia la mujer viaja el olor de Carlota, pero ahora sonríe.
Aquella noche llovió con desesperación. El viento limpió de nubes negras el cielo y el horizonte se lleno de claridad”.
Doña Soledad quedó exhausta tras relatar a Cristina la historia que aunque fueran miembros familiares de su marido le tocaba tan de cerca. Pareció cerrar el libro que siempre llevaba entre sus manos cuando descansaba en su sillón favorito frente al ventanal que daba a La Castellana madrileña. Miró a la chica y le insinuó con un elegante ademán que le dejase descansar.
Cristina salió de la habitación de puntillas para no molestar. En la puerta se volvió para despedirse de la anciana a la que sabía no volvería a ver quizás en mucho tiempo.