Ángela sujetaba la taza de café con las dos manos. El vapor de la infusión velaba su cara mientras esperaba a que se enfriase. El claustro de profesores estaba reunido para perfilar el segundo trimestre del curso escolar en el instituto. Ángela ignoraba en aquellos momentos que ella ya no estaría allí en el mes de enero.
Las clases habían terminado; los alumnos estaban ya de vacaciones navideñas y al concluir aquel claustro les entregarían las notas. Ángela se dirigió al rasgado y amplio ventanal desde donde se dominaba el patio en aquellos momentos desierto. Le gustaba acercarse hasta la cristalera; desde allí se podía ver a los alumnos cuando estaban en el recreo. Vio a una persona entrar por la reja que comunicaba la calle con el instituto. Limpió el cristal de forma maquinal, empavonado ligeramente por el contraste con la temperatura exterior, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo al identificar a la persona que a grandes pasos cruzaba el patio dirigiéndose al edificio escolar. Se la heló la sangre; la taza cayó de sus manos haciéndose añicos al chocar contra la tarima del suelo: era Alberto. Algunos profesores preguntaron desde sus asientos si le sucedía algo. Nada –respondió-, se me ha resbalado la taza – añadió sin acertar a desviar la mirada de la puerta que se había cerrado tras de aquel hombre.
Los minutos empezaron a transcurrir con lentitud. Ángela esperaba ver aparecer a Alberto por la puerta de la sala de profesores; pero nada de esto sucedió. El antíguo reloj de pared emitía su tic-tac a cada movimiento del péndulo. El tiempo pareció pararse para Ángela. Habían transcurrido tres días desde que aquel hombre le hubiese devuelto firmado y validado, como ella le había pedido, el documento por el que se comprometía a estar fuera de España durante seis meses, fecha en la que expiraba aquel contrato. ¿Qué demonios hacía él allí?
Incapaz de reunirse con sus compañeros seguía mirando al exterior. No se percató de quién había retirado los trozos de porcelana esparcidos por el aula y limpiado el suelo; Luisa tocó el brazo de su amiga intuyendo que algo extraño sucedía, pero nada dijo y acabó por reunirse con el resto del profesorado. Ángela seguía mirando por el ventanal que había vuelto a empavonarse. Transcurrieron unos minutos antes de que se incorporara a la mesa de trabajo junto a los demás.
Una hora más tarde se oyeron pasos por el pasillo contiguo a la sala donde se encontraban reunidos. Ángela volvió a sobresaltarse. Tras dos leves golpes en la puerta, hacia la que se volvieron todas las miradas –la de Ángela ya estaba allí desde segundos antes-, apareció la figura de Marcial, el bedel del instituto. Doña Ángela –dijo mirándola-, que me ha encargado el señor director decirle que pase usted por su despacho cuando acabe el claustro; gracias y perdonen –añadió cerrando la puerta al salir.
-Siéntese Ángela, por favor. La he mandado llamar…
-Sé por lo que me ha mandado llamar, don Manuel –le cortó Ángela.
-Y bien, ¿he de creer a ese tal… Alberto…Monterrubio? –preguntó mientras leía el nombre en un papel situado sobre la mesa de su escritorio-. He de decirle –continuó- que las acusaciones que ha vertido sobre usted son muy graves. Me ofrecen dudas que espero que usted aclare. Pero puedo entender la preocupación de ese hombre por su hija.
-Hija a la que abandonó siendo una criatura y a la que no ha dedicado desde entonces ni un solo minuto de su vida –exclamó alterada Ángela.
-Eso no me lo dijo.
-Ya lo imagino.
-¿He de creerle en lo demás?
-¿Qué fue exactamente lo que le contó.
-Me vino a decir que usted, Ángela –enfatizó-, mantiene un idilio con una mujer, con la cuñada de usted, una tal Maria Leonor…Sarmiento –volvió a ojear sus anotaciones- Y que esa relación es muy perjudicial para su hija Nuria
-Esa relación no perjudica en absoluto a Nuria, ya que es consciente de ella –le interrumpió Ángela.
-¿Luego es cierto que existe?
-Sí –afirmó Ángela-. Aunque en realidad ya ha terminado.
-Él no lo cree así.
-Alberto es un enfermo. ¡Y además que irá a sacar de todo esto el muy cabrón! – exclamó mordiéndose ligeramente el labio inferior.
-Ángela, por favor, ¡recuerde el lugar en que se encuentra! –exclamó a su vez don Manuel, visiblemente contrariado-. Además apela a la minoría de edad de su hija, y yo, como director de este centro, he de velar por los derechos de los alumnos.
-¡Por Dios! ¡Nuria cumple dieciocho años dentro de cinco meses! ¡Para todos los efectos es ya mayor de edad!
-No, no lo es, y usted debería de saberlo –cortó tajante el director.
-Al final se está aprovechando de la edad de su hija, el muy canalla. Imagino que tampoco le diría que nos chantajeó con unas fotografías.
-No, lo que me contó es que fue usted la que le chantajeó a él en su consulta. No quiero entrar en detalles de lo que me describió, pero me enseñó la copia de un contrato por el que usted prácticamente le obligaba a abandonar este país so pena de denunciarlo. Se me hace difícil no creerle, disculpe que se lo diga, Ángela.
-Todo eso es cierto –confesó Ángela-. No quiero engañarle don Manuel. Todo eso es cierto pero está contado a su manera. Mari Leo – Maria Leonor corrigió al ver la cara de perplejidad de su interlocutor- y yo habíamos decidido ya dejar nuestra relación, a pesar de que nos dolía el alma porque algo de amor existía entre nosotras, conscientes de que podía perjudicar a muchas personas de nuestro entorno. La respuesta de Nuria a su madre cuando ésta le explicó la situación dejó sin palabras a Leonor, pues la chica lo comprendió mejor que nadie. Nuria es una mujer en toda la extensión de la palabra. La separación de sus padres le hizo madurar más deprisa que a otras chicas de su edad. He de decir que mi relación con su madre no ha influido negativamente en el comportamiento de Nuria, ni como estudiante, ni como persona. Usted la conoce de sobra y estará de acuerdo conmigo.
-La verdad es que no tengo más que buenas palabras en favor de esa chica –contestó don Manuel- pero…
-Hay que salvaguardar la minoría de edad de Nuria, ¿no es eso?
-Así es. Muy a mi pesar he de dar la razón a ese hombre.
-Hombre que no le contaría que Leonor y él estuvieron casados, y que el muy indecente la abandonó a ella y a Nuria por otra mujer, con la cual también acabó separándose, aunque creo que esta vez fue ella quien le desechó. ¿No le empieza a sonar a celos, a misoginia tal vez?
-Ya, ahora caigo…Nuria Monterrubio Sarmiento.
-Efectivamente.
-A pesar de todo…-se interrumpió don Manuel.
-Haga caso a su conciencia, señor director. No pienso presionarle, además estoy cansada de todo esto.
-Entenderá que he de trasladar al claustro la decisión final que tome.
-Lo entenderé, no se preocupe. Haga lo que tenga que hacer.
Ángela jamás condujo más despacio hasta el hotel donde la esperaba su esposo. Sus pensamientos iban de los brazos de Ildefonso a los de Leonor. Quizás fuera el precio que había de pagar. El destino la castigaba por partida doble: intuía que iba a ser desposeída de su puesto en el instituto y al mismo tiempo era consciente que su relación con Mari Leo había acabado para siempre. Y ¿Alberto? –se preguntaba-, ¿de qué le había servido todo esto? Estaba claro que no iba a sacar nada de todo el asunto, ni por parte de Mari Leonor, ni de Nuria. Le había hablado a don Manuel de celos, de misoginia…Conocía la vida de Alberto y de Mari Leo, de la huida de su país, de los sufrimientos que tuvieron que pasar juntos hasta que se establecieron en España, del nacimiento de su hija. Recordó que Leonor le había contado en una ocasión que Alberto nunca aceptó que le pusiese por nombre Nuria, en recuerdo de aquella amiga que cayó en manos de los militares argentinos sublevados. Su marido no superó nunca que ninguna mujer le rechazase. Celoso, misógino… Sí, ahí estaba la clave. Sonrió: ahora sabía que Alberto llevaría ese sufrimiento toda su vida. Pisó el acelerador de su mercedes deportivo; la aguja marcó casi de inmediato ciento cuarenta kilómetros por hora.
Los fuegos de artificio iluminaban el cielo traspasando la ligera niebla que a esas horas caía como un cendal sobre la puerta de Brademburgo. Eran casi las doce de la noche de aquel final de año. Ángela y Mari Leo se miraban a los ojos, mientras Ildefonso y Roberto, junto a ellas, descorchaban la botella de cava.
FIN