Alberto aún permanecía de pie cuando el brusco sonido que emitió la puerta cerrada por Ángela dejó de escucharse en la consulta. La enfermera había salido para acompañar a los pacientes que abandonaron la clínica detrás de Ángela y Nuria. Alberto se sentó sobre la misma camilla donde segundos antes había estado la cuñada de su ex mujer provocándole. Miraba la pared frente a él, miraba la nada. Boquiabierto aún, sin salir del estado de shock al que la actuación de aquella mujer le había llevado. Reaccionó golpeando violentamente con el puño la camilla: la goma espuma del colchón alivió el ruido justo en el momento en que Silvia, la enfermera entraba cabizbaja en la consulta y comenzaba a recoger el material quirúrgico desparramado por el suelo.
-Déjelo Silvia, ya lo hará a la tarde… ¿No se habrá creído la representación de esa mujer, verdad? – preguntó a la chica sin convicción-. ¡Debe de estar loca! –dijo sin dejar de mirar a la enfermera.
-Yo no he visto nada, doctor Monterrubio –contestó la chica ligeramente turbada, y salió de la habitación.
Se volvió a quedar a solas con su conciencia. ¡Máldita, mujer! – exclamó con fuerza- ¡Maldita, maldita, maldita…! – volvió a aporrear la camilla-. Sólo el dolor en los nudillos de la mano hubiese aliviado su malestar en esos momentos, pero ni con eso tenía suerte. Se levantó de su improvisado asiento; embobado se acercó a los cuadros que daban fe de sus conocimientos médicos y de los cursos a los que había asistido, quitando maquinalmente el polvo, con los dedos de su mano derecha, de los marcos. Recorrió la habitación a pequeños pasos, girando sobre sí mismo a cada instante. La mente no le dejaba pensar el camino a seguir. Se sintió vencido, humillado, doblegado, y por una mujer además, le martirizaba su misoginia. A cada paso golpeaba con los zapatos los instrumentos caídos; a veces el mismo los pisoteaba. Se acostó sobre la camilla y cerró los ojos intentando pensar, pero la furia, aún, era más fuerte que el raciocinio. Su hija, su ex, la cuñada de Leonor, su segunda mujer que lo dejó tirado, las fotografías…, todo bullía en su cerebro a enorme velocidad, como si algo en su interior estuviera tratando de localizar una vía de escape, una solución. Pero no la hallaba; la cabeza parecía irle a estallar: un analgésico le sentaría bien –pensó-. Fue a buscarlo al pequeño armario de los fármacos. Su nerviosismo le hizo tirar al suelo cajas de medicamentos y pequeños frascos de cristal, algunos de los cuales se rompieron al estrellarse contra el suelo de mármol. Por fin encontró lo que buscaba y se llevó dos pastillas a la boca. Se volvió a echar sobre la camilla esta vez más tranquilo y se dispuso a esperar, después de desconectar la enorme lámpara circular, a que el dolor de cabeza le disminuyera.
Y Roberto.
Roberto estaba sentado en la silla de su despacho; jugueteaba con un lapicero metálico y también se hallaba pensativo. La confesión de Leonor le había dejado sin respuestas. Amaba a aquella mujer, pero tanto cómo para perdonarla –se preguntaba- Siempre había creído, desde que se enamoró de ella, que, pasase lo que pasase, nunca perdería ese amor que sentía. Ahora desconfiaba. ¿Hablar con ella de nuevo?: sin duda era una posible solución. Pero antes debía descubrir lo que realmente quería. Su corazón le llevaba por un sendero y su razón por otro. Si al menos estos caminos fueran paralelos – se repetía- podría encontrar tarde o temprano una solución. No caía en la cuenta que si esos caminos fueran paralelos no llegarían a juntarse nunca. Su corazón y su razón no coincidirían jamás: eso era lo que le estaba ocurriendo desde que abandonó airadamente la casa de Leonor, tras cerrar la puerta que emitió un sonido parecido a una despedida.
Se le ocurrió hablar con Ildefonso de la situación, pero cuando iba a levantar el teléfono para tratar de localizarle en el complejo del hotel, recapacitó. Quizás su jefe no sabía nada y en ese caso quién era él para meterse en la vida de los demás. Ángela, aún siendo culpable de aquella provocación, no se lo perdonaría. No, ese no era el camino. Se levantó de la silla, bordeó la mesa y se acercó al amplio ventanal que daba al jardín desde la planta baja del establecimiento.
Había trascurrido poco más de un año desde que conoció a Leonor y recordó cómo era su vida antes de su encuentro aquel día de lluvia cuando volvía del video-club a su casa. Sonrió. Miraba por la ventana con aquella sonrisa en los labios contemplando la lluvia. Aquel día también llovía; la temperatura había subido unos grados y la nieve del día anterior se había convertido en una fina cortina de niebla acuosa. Recordó el sórdido local en el que trabaja hacía tan poco, recordó su soledad mientras veía película tras película en el descuidado salón de su casa, recordó el día que se atrevió a acercarse a Leonor como uno de los logros más especiales de su vida. Supo que desde aquel día había dejado de ser un hombre solitario. Y ahora todo aquello parecía venirse abajo como un castillo de naipes. Él quería a aquella mujer. ¡Maldita, Ángela! Se sorprendió con aquella exclamación en voz alta. Nadie le oyó, nadie podía escucharle en aquella habitación. Estaba otra vez solo, como antes de conocerla. Y él no deseaba aquella melancolía que detestaba. Pero no era acaso egoísmo lo que acababa de llegar a su mente. Deseaba lo mejor para él, no para la mujer a la que creía amar. Eso no era amor, era pensar en él, sin ceder a cambio nada. Si quería volver a tener a Leonor debía quererla tal y como era, sin prejuicios. Además ella le había confesado su relación con Ángela, claro que estaban por medio aquellas malditas fotografías; eso era lo que le hacía dudar.
Aquella tarde Alberto tocó el timbre de la puerta de la casa de Ángela.