jueves, 20 de mayo de 2010

La cuñada de M.L. : Sin salida

Alberto aún permanecía de pie cuando el brusco sonido que emitió la puerta cerrada por Ángela dejó de escucharse en la consulta. La enfermera había salido para acompañar a los pacientes que abandonaron la clínica detrás de Ángela y Nuria. Alberto se sentó sobre la misma camilla donde segundos antes había estado la cuñada de su ex mujer provocándole. Miraba la pared frente a él, miraba la nada. Boquiabierto aún, sin salir del estado de shock al que la actuación de aquella mujer le había llevado. Reaccionó golpeando violentamente con el puño la camilla: la goma espuma del colchón alivió el ruido justo en el momento en que Silvia, la enfermera entraba cabizbaja en la consulta y comenzaba a recoger el material quirúrgico desparramado por el suelo.

-Déjelo Silvia, ya lo hará a la tarde… ¿No se habrá creído la representación de esa mujer, verdad? – preguntó a la chica sin convicción-. ¡Debe de estar loca! –dijo sin dejar de mirar a la enfermera.

-Yo no he visto nada, doctor Monterrubio –contestó la chica ligeramente turbada, y salió de la habitación.

Se volvió a quedar a solas con su conciencia. ¡Máldita, mujer! – exclamó con fuerza- ¡Maldita, maldita, maldita…! – volvió a aporrear la camilla-. Sólo el dolor en los nudillos de la mano hubiese aliviado su malestar en esos momentos, pero ni con eso tenía suerte. Se levantó de su improvisado asiento; embobado se acercó a los cuadros que daban fe de sus conocimientos médicos y de los cursos a los que había asistido, quitando maquinalmente el polvo, con los dedos de su mano derecha, de los marcos. Recorrió la habitación a pequeños pasos, girando sobre sí mismo a cada instante. La mente no le dejaba pensar el camino a seguir. Se sintió vencido, humillado, doblegado, y por una mujer además, le martirizaba su misoginia. A cada paso golpeaba con los zapatos los instrumentos caídos; a veces el mismo los pisoteaba. Se acostó sobre la camilla y cerró los ojos intentando pensar, pero la furia, aún, era más fuerte que el raciocinio. Su hija, su ex, la cuñada de Leonor, su segunda mujer que lo dejó tirado, las fotografías…, todo bullía en su cerebro a enorme velocidad, como si algo en su interior estuviera tratando de localizar una vía de escape, una solución. Pero no la hallaba; la cabeza parecía irle a estallar: un analgésico le sentaría bien –pensó-. Fue a buscarlo al pequeño armario de los fármacos. Su nerviosismo le hizo tirar al suelo cajas de medicamentos y pequeños frascos de cristal, algunos de los cuales se rompieron al estrellarse contra el suelo de mármol. Por fin encontró lo que buscaba y se llevó dos pastillas a la boca. Se volvió a echar sobre la camilla esta vez más tranquilo y se dispuso a esperar, después de desconectar la enorme lámpara circular, a que el dolor de cabeza le disminuyera.


Y Roberto.

Roberto estaba sentado en la silla de su despacho; jugueteaba con un lapicero metálico y también se hallaba pensativo. La confesión de Leonor le había dejado sin respuestas. Amaba a aquella mujer, pero tanto cómo para perdonarla –se preguntaba- Siempre había creído, desde que se enamoró de ella, que, pasase lo que pasase, nunca perdería ese amor que sentía. Ahora desconfiaba. ¿Hablar con ella de nuevo?: sin duda era una posible solución. Pero antes debía descubrir lo que realmente quería. Su corazón le llevaba por un sendero y su razón por otro. Si al menos estos caminos fueran paralelos – se repetía- podría encontrar tarde o temprano una solución. No caía en la cuenta que si esos caminos fueran paralelos no llegarían a juntarse nunca. Su corazón y su razón no coincidirían jamás: eso era lo que le estaba ocurriendo desde que abandonó airadamente la casa de Leonor, tras cerrar la puerta que emitió un sonido parecido a una despedida.

Se le ocurrió hablar con Ildefonso de la situación, pero cuando iba a levantar el teléfono para tratar de localizarle en el complejo del hotel, recapacitó. Quizás su jefe no sabía nada y en ese caso quién era él para meterse en la vida de los demás. Ángela, aún siendo culpable de aquella provocación, no se lo perdonaría. No, ese no era el camino. Se levantó de la silla, bordeó la mesa y se acercó al amplio ventanal que daba al jardín desde la planta baja del establecimiento.

Había trascurrido poco más de un año desde que conoció a Leonor y recordó cómo era su vida antes de su encuentro aquel día de lluvia cuando volvía del video-club a su casa. Sonrió. Miraba por la ventana con aquella sonrisa en los labios contemplando la lluvia. Aquel día también llovía; la temperatura había subido unos grados y la nieve del día anterior se había convertido en una fina cortina de niebla acuosa. Recordó el sórdido local en el que trabaja hacía tan poco, recordó su soledad mientras veía película tras película en el descuidado salón de su casa, recordó el día que se atrevió a acercarse a Leonor como uno de los logros más especiales de su vida. Supo que desde aquel día había dejado de ser un hombre solitario. Y ahora todo aquello parecía venirse abajo como un castillo de naipes. Él quería a aquella mujer. ¡Maldita, Ángela! Se sorprendió con aquella exclamación en voz alta. Nadie le oyó, nadie podía escucharle en aquella habitación. Estaba otra vez solo, como antes de conocerla. Y él no deseaba aquella melancolía que detestaba. Pero no era acaso egoísmo lo que acababa de llegar a su mente. Deseaba lo mejor para él, no para la mujer a la que creía amar. Eso no era amor, era pensar en él, sin ceder a cambio nada. Si quería volver a tener a Leonor debía quererla tal y como era, sin prejuicios. Además ella le había confesado su relación con Ángela, claro que estaban por medio aquellas malditas fotografías; eso era lo que le hacía dudar.


Aquella tarde Alberto tocó el timbre de la puerta de la casa de Ángela.

miércoles, 19 de mayo de 2010

En el refugio de los sueños: Retrato

Ya se encienden las luces. He de abrir una vez más los ojos, con lo pesado que me

resulta mirar fijamente, sin pestañear, a todas las personas que vienen a verme; con esa mirada mía: tan sutil. Escucho siempre los comentarios, algunos más acertados que otros, pero ¡qué vas a pensar si se trata sólo de humanos! Mira como mira (es lo más corriente, ni hablar saben) dicen unos; sí, es una mirada enigmática, dicen otros como si estuvieran descubriendo el universo. Y no puedo dejar de observar a todo el que se para a contemplarme, y así hasta que regrese la noche con su velo acogedor, el guardián de turno empiece a apagar las luces y pueda volver a quedarme tranquila con los ojos cerrados y mi boca, esa que tiene que esbozar todos los días la misma sonrisa, pueda descansar también.

Ya llegan los primeros, como casi siempre son bajitos y tienen los ojos rasgados, casi cerrados, ¡qué gusto, qué descanso! Ellos llevan, la mayoría, una especie de sombrerito de tela o de plástico sobre sus cabezas, y ellas una tierna y eterna sonrisa: son mis preferidas, no parece sino que quisieran ser como yo. Ellos se parecen mucho entre sí, ellas no tanto, lo disimulan con sus maquillajes de colores: azul para los párpados, sonrosadas las mejillas y los labios de un intenso color rojo; y aunque todas lleven las mismas pinturas en la cara, las muy coquetas logran una personalidad diferente en sus rostros. Como dije antes: me encantan. Andan a pasitos cortos cuando las veo y les veo alejarse. Viajan siempre juntos: deben de ser muchos.

Echo en falta a Juliano; sí, el de los Médicis. ¡Qué apuesto era! Alto, delgado, moreno, con aquellos rizos en su pelo. ¡Qué ojos tenía, como tizones negros! No se ven hombres como aquel en este país. Aquí son con la piel blanca, no atezada como la de Juliano; tocabas sus brazos, su pecho y parecía que no pudieras hundir nunca tus dedos en su carne musculosa. Y su voz, siempre susurrante. Te declaraba su amor sólo con posar sus labios en mis oídos. Y aún se preguntan por qué sonriso y tengo esa mirada perdida. Es su recuerdo, el recuerdo de aquellos años lo que me hace sonreír. Ahora es distinto. Estoy lejos de mi país, de mi gente, de aquellos años dorados que tanto añoro.

A veces me parece verlo entre alguno de los visitantes. Trato de convencerme de que volverá a por mí algún día. Mientras tanto me conformaría con una mirada sincera, cálida, que se olvidase por un instante de quién soy y me contemplase con el alma, con su alma.



jueves, 13 de mayo de 2010

Opinión: "Solución"

Me había jurado que no iba a opinar sobre cuestiones ya escritas en periódicos o escuchadas, hasta la saciedad por radio y televisión, pero la situación creada por la crisis me lleva a comentar algo, que como es lógico alguien ya habrá expuesto en tertulias o columnas.

La solución, aunque nos pese, la hemos de dar los de siempre: el extracto de población más amplio, es decir los trabajadores. Es una vergüenza, sí, pero creo que es la solución. Así lo piensan los gobiernos europeos y el nuestro, al que se le podrá reprochar de haber llegado tarde pero no de haber intentado evitar lo que ahora parece se nos avecina.

Funcionarios, trabajadores, pensionistas… o sea la masa a que me refería.

Hay un lavado de imagen con ministros, 15% de baja de salario que me parece afortunada; baja en la Ley de Dependencia que me parece improcedente; los 2.500 euros por natalidad que no deja de ser una faena pero que no existía hace pocos años. Medidas en fin que nos van a tocar de lleno.

En este país, como en la mayoría de los europeos, sobran funcionarios y además son muy poco productivos. Pero los que más sobran son los que dirigen las administraciones públicas. Es indignante el número de ellos en ayuntamientos y juntas: os invito a que por curiosidad miréis cualquier organigrama en los departamentos de los organismos públicos, os quedaréis asombrados. Yo al ser mayor de sesenta años recibo semestralmente una revista de la Junta de Castilla y León con programas de vacaciones, que dicho sea de paso están muy bien (sin llegar a tocar el tema de los precios de los viajes), pero a lo que iba: es impresionante el número de directores, sub-directores, delegados, sub-delegados, ayudantes y secretarios-as de cada una de estas áreas. Miradlo por curiosidad. Por lo que se refiere al extracto más bajo del funcionariado, deben asumir que en la empresa privada los despidos son masivos, así como la rebaja de salarios se efectúa con frecuencia en muchas empresas. Los funcionarios al menos cuentan con un empleo fijo. Ya sé que es discutible y poco agradable para quien le van a rebajar o en el mejor de los casos a congelar el sueldo. Sé que esto puede llevar que al haber menos dinero en la calle acepte negativamente sobre el empleo. Pero lo que decía al principio es parte de la solución, nos pese o no.

Y que decir de los verdaderos culpables que una vez más se van de rositas: especuladores, banqueros, financieros, las rentas más altas hasta ahora intocables etc… Por ahí también hay que atar en corto señores del gobierno, por que si no volverán a hacer de las suyas, si es que no lo están haciendo ya. Nadie debería jubilarse, por inmoral, con los millonarios sueldos que reciben algunos ejecutivos por lograr beneficios a costa, en numerosas ocasiones, de echar empleados a la calle.

Seguro que se me olvidan cosas. Os dejo con unos versos de Francisco de Quevedo, que ya en el siglo XVII, se quejaba de esta manera:

“En Navarra y Aragón

no hay quien tribute un real;

Cataluña y Portugal

son de la misma opinión.

Sólo Castilla y León

y el noble pueblo andaluz

llevan a cuestas la cruz

Católica Majestad.”



martes, 11 de mayo de 2010

En el refugio de los sueños: Encuentro


Era tarde, sobre las once de la noche, cuando sonó el teléfono en casa de Julia. Dudó en cogerlo, pero pudo más la curiosidad.

-¿Julia, Julia Lara? –preguntó una voz femenina al otro lado del auricular.

-Sí, ¿quién es, por favor?

-Soy Adela, Adela Urbieta.

-¿Adela?

-Sí, tu amiga de la infancia…

-Ya…, cuánto tiempo hace que…

-Más de treinta años, treinta y dos para ser más exacta, y estoy segura de no equivocarme.

-Y, ¿para qué me llamas, ahora, después de tanto tiempo?

-Para que me cuentes la verdad –respondió educadamente Adela.

-¡La verdad!..., siempre la supiste.

-Sé mi verdad, pero no la tuya. Deseo verte. El teléfono no es muy adecuado para lo que deseo hablar contigo. Ven a mi casa, si no te importa, al fin y al cabo de niña vivías prácticamente aquí. Me lo debes, Julia. ¿Te parece bien el próximo fin de semana?

Tras dudarlo un momento, Julia respondió:

-De acuerdo, no quiero que pienses que soy una cobarde.

-Nunca lo pensé. Sé que vives lejos de aquí, te agradezco que hayas aceptado mi invitación. Te espero el viernes por la tarde, con la cena preparada –añadió Adela y colgó el teléfono-.


Julia se quedó pensativa jugueteando con el auricular y con la mirada perdida en la habitación. Treinta y dos años –pensó-, treinta y dos años desde que se marchó de la casa de Adela. No podía ser; no podía haber transcurrido tanto tiempo. Restó de su edad: la respuesta fue treinta y cinco. Adela estaba en lo cierto había transcurrido aquel tiempo. Treinta y dos años sin verla…, sin verle, sin tener ni una sola noticia de ella…, sin saber nada de él…, de Francisco. Quizás fuera hora de cerrar aquella herida; ni un solo día había transcurrido en estos treinta y dos años sin que el recuerdo de aquel hombre no hubiera estado presente. Sólo había vivido para aquel recuerdo. Sí, iría a ver a Adela aunque le doliese el alma.


Miraba por el amplio ventanal abierto al jardín. Una de las puertas estaba entreabierta y la brisa del cercano mar se colaba de rondón en el amplio salón dónde el ama de llaves y el mayordomo colocaban la mesa para que estuviera lista a la hora de la cena. Adela quería que todo estuviese preparado para cuando su amiga apareciese de nuevo en su casa después de treinta y dos años sin verse. El sol comenzaba a declinar dorando con sus rayos la hierba del jardín, reverberaba el agua del estanque y el silencio exterior contrastaba con el ruido de la vajilla y la cristalería al ser colocada sobre el mantel blanco. Todo estaba dispuesto, Adela deseaba que Julia volviese a sentirse como en su propia casa. Se había criado allí en ese hogar donde era considerada la hermana pequeña de Adela por todo el círculo de amistades que visitaba con asiduidad aquella vivienda. Los padres de Adela, en especial la madre, no hacían distingos entre las dos niñas. Julia era hija de los guardeses de la finca y desde su nacimiento pasó a formar parte de la familia de los Urbieta.

El ruido del motor de un coche hizo mirar a Adela hacia la entrada de la finca; pocos segundos después se detuvo ante la entrada principal de la casa, Julia descendió y se quedó mirando la fachada de la vivienda, como si fuera la primera vez que la veía. El taxi que la había llevado hasta allí bordeó el estanque central y Adela lo vio desaparecer entre los árboles del bosque cercano. Volvió sus ojos sobre Julia, ésta la estaba observando. Las dos mujeres se miraron. La visitante subió los dos escalones que la separaban de la puerta y entró en la casa; una doncella tomó su abrigo y su sombrero. En el vestíbulo, dónde tantas tardes habían jugado de pequeñas, volvieron a mirarse. Notaron que el paso de tantos años no había hecho mella en lo que más querían: su orgullo. Los ojos de ambas, sin pestañear, se habían posado en los de la otra. Ninguna claudicó a la mirada que la dirigían. Se fueron acercando la una hacia a la otra sin dejar de mirarse. Adela abrió sus brazos y saludó a Julia:

-Sé bienvenida, Julia.

-Supongo que te habrá costado venir hasta aquí –señaló Adela-. Sin embargo creo que esta reunión será esclarecedora…, al menos para mí- añadió-. Deseo saber la verdad de lo que pasó para que te marcharas de aquí sin despedirte. Ya te dije que es tu verdad lo que quiero saber. Durante estos años –continuó Adela, mientras se sentaban a la mesa dispuesta para cenar- nunca he logrado entender por qué te fuiste de esa manera. Sí, ya sé, conozco la causa, el motivo si quieres, pero no tu verdad. Somos ya mayores: yo estoy próxima a cumplir los sesenta y nueve y tú tienes sesenta y siete. A ambas nos ronda la muerte, quizás pasen aún algunos años en el mejor de los casos, pero todavía estamos a tiempo de entender. Por eso te llamé. Llevo mucho tiempo esperando y ya no deseo, no puedo, esperar más. Siento que me empiezan a fallar las fuerzas, no físicas, pero sí de razonamiento. A veces me sorprendo a mí misma repitiendo las cosas a mis criados, cuando ellos ya están haciendo lo que momentos antes les indiqué. No me sucede a menudo, afortunadamente, pero ya empiezo a notar desvaríos en mi comportamiento. No temas, mi llamada no es ninguno de ellos, está premeditada. Deseaba haberte llamado hace tiempo, pero iban pasando los días sin atreverme a hacerlo. Ahora estás aquí. Sería ocioso recordar los buenos días que pasamos juntas. Eras una más de la familia, para mí y para mis padres. Te brindaron su protección, te dieron lo mejor de ellos mismos. No te he llamado para recordarte que tu posición actual se la debes a ellos y a tu esfuerzo, debo reconocerlo, pero quizás no lo hubieras conseguido sin su apoyo: no podrás negármelo. No me mires así, me he informado. Sé bastante de tu vida: que no te casaste, que te empeñaste en ser mujer de negocios y lo conseguiste... Ellos ya murieron, tus padres también, sólo quedamos tú y yo… Veo por tus ojos que lo ignoras –continuó Adela tras hacer una pequeña pausa sorprendida por la mirada de Julia-. Francisco también murió, hace ahora quince años. Tenía cincuenta años, un accidente de coche, viajaba sólo; no se pudo hacer nada. Veo que no lo sabías. No tenía sentido, en aquellos momentos, que te hubiera buscado para contártelo. Apenas si nos dirigimos la palabra durante aquellos quince años que duró nuestra vida en común desde que te fuiste, desde que le abandonaste. Era mi marido, pero sé que os queríais. Francisco fue un cobarde, nunca se atrevió a contarme vuestra relación. Tú también pecaste de cobardía.

-Me dijiste por teléfono que nunca habías pensado que fuera una cobarde –intervino Julia.

-Sí, eso te dije. Nunca lo pensé porque estaba segura de ello –cortó Adela-. Te alejaste de todos cuando descubrí, por casualidad, aquellas cartas. ¿Por qué, Julia, por qué? No hay mayor infidelidad que el no aclarar las cosas. No creo que te hubiera perdonando nunca, pero creo que lo habría comprendido. Al principio, cuando conocí a Francisco era un hombre encantador. Tenía treinta años. Recuerdo que era un amigo para ti. Cuando nos casamos, sé que eras feliz por mí y por él. Vuestro amor llegó más tarde, pasados dos años. Sé, comprendo que esto pudiera suceder, que estábamos siempre juntos los tres, y el amor es algo impredecible. Ponte en mi lugar: nunca descubrí una mirada furtiva, nada que me pudiera llevar a aquel engaño, porque para mí, cuando lo descubrí, el auténtico engaño fue el día a día de vuestro amor en secreto.

Adela había acabado su cena. Julia apenas había probado bocado.

Te preguntaría –continuó Adela, por tu vida, por tu día a día, fuera, por supuesto, de tu mundo empresarial. Por tu día a día íntimo. Por los mismos días que he sufrido yo en silencio. Nuestro matrimonio, desde tu desaparición, fue también huyendo de nosotros. Empezamos a hacer vidas separadas. Francisco acudía a diario a la empresa que habíamos heredado de mis padres, y yo me quedaba aquí sola en casa, sin otro quehacer que mirar por ese ventanal al jardín. Como ves pura abulia. Así pasaron quince años; nadie pareció percatarse de nuestra desunión. Apenas se nos veía juntos fuera de estas cuatro paredes. Algunos amigos venían, en ocasiones, a visitarnos o a cenar a casa. Ya nunca tuve una amiga en quien desahogar mis penas, como lo hubiera hecho contigo. No podía sincerarme con nadie. Esa es mi verdad, Julia. La mía. Te he llamado para que me cuentas la tuya: tu verdad. Sólo así me quedaré tranquila, y quizás, quién sabe, también tú.

-La verdad, ya la sabes, Adela.

-No, no es cierto. Eres mi invitada. Sabes que puedes quedarte a dormir en esta casa si así lo quieres, pero si prefieres irte lo comprenderé; mi chofer te llevará a dónde desees, no tienes más que decirlo, el coche está preparado fuera. Pero antes me gustaría escuchar tu verdad. Te fuiste, huiste, nos abandonaste a Francisco y a mí, aquella misma tarde. A él le partiste el corazón y a mí me destrozaste la vida. Pero y ¿tú?, y ¿vosotros? ¿Qué pasaba por vuestros corazones mientras vivíais vuestro amor en secreto? A lo largo de estos treinta y dos años muchas veces me he preguntado por vuestro sufrimiento a solas. Por el temor a ser descubiertos, por no poder hacer público vuestro amor. Por no poder vivirlo como se merecía. Nunca pudisteis ser libres. Nunca os vi besaros. Siempre estaba yo. No podíais evitarme: éramos tres. No te has casado nunca. Tú sabrás: remordimiento, recuerdo, no haber encontrado otra persona como él. En fin…

-Creo que debo de marcharme ya –dijo Julia levantándose de la mesa-, se ha hecho tarde para regresar a la ciudad. Además creo que ya sabes todo lo que querías, tu verdad y la mía; tú misma lo has aclarado todo.

-Como quieras –dijo Adela mientras acompañaba a Julia hacia la puerta- ¿Quizás no volvamos a vernos nunca?

-Quizás –dijo Julia mirando fijamente a los ojos de Adela-. Quizás.

Salió de la casa y entró en el coche. La gravilla del suelo emitió un gemido al arrancar. Adela se quedó en la puerta mientras el vehículo se alejaba. La brisa del mar había humedecido el ambiente, Adela sintió frío sobre sus brazos desnudos y entró en la casa cerrando la puerta tras de sí.


domingo, 2 de mayo de 2010

La cuñada de M.L. : La trampa (2)

Ya no nos molestará más, Mari Leo. Alberto ha salido esta mañana de nuestras vidas –dijo por teléfono Ángela a su cuñada.

-¿Qué ha pasado? –inquirió Leonor.

-Nada que deba intranquilizarte, dalo por hecho.

-No le habrás…

-No creas hasta dudé en hacerlo, pero no temas está vivito y coleando, mejor dicho con el rabo entre las piernas como suele decirse.

-No me lo puedo creer. ¿Qué has hecho, Ángela? ¡Por dios!

-Ya te lo contaré, por teléfono resulta hasta aburrido. Un beso, cariño –dijo Ángela y colgó el auricular.


La enfermera de la bata azul le indicó que se tendiese sobre la camilla mientras encendía el panel circular por encima de la cabeza de Ángela; el haz de luz cenital cayó sobre su rostro privándola de visión durante unos segundos. La enfermera acercó una ligera mesilla con ruedas hasta el lateral de la camilla; el instrumental produjo un ligero sonido al chocar entre sí. La mujer salió tras indicar a la paciente que el doctor llegaría enseguida; el ruido de la puerta al cerrarse sobresaltó a Ángela, ya de por sí nerviosa. Respiró rítmicamente para desviar de su mente la angustia que sentía. Se hizo el silencio en la habitación sólo roto por el ruido que producía el corazón de Ángela al chocar contra su pecho. Cuan largos pueden ser unos pocos minutos. Toda una vida puede transcurrir en tan poco tiempo. A Ángela la dio tiempo a pensar en toda aquella pesadilla que había traído el ex marido de su cuñada tan sólo por un motivo de machismo sin más. Pretendía volver a vivir una situación que el había roto de una manera definitiva cuando abandonó a Leonor y lo que era peor a su pequeña Nuria, para ir a caer en brazos de otra mujer; siempre había otra –se dijo Ángela mientras suspiraba profundamente-. No era ella misma: otra mujer. Este pensamiento la hizo dudar de continuar con su plan. Tampoco ella se había portado con honradez: Ildefonso y Roberto eran ajenos a la situación creada, por más que su hermano ya la hubiera conocido de labios de Leonor. Cerró los ojos, en el silencio y la oscuridad sintió la presencia de Ildefonso que le estaba dando todo lo que una mujer podía ambicionar: amor, respeto, seguridad y además con enorme sencillez, sin ningún tipo de alarde; era un hombre, hombre, que quizás no se merecía. Tomó una determinación: acabase como acabase aquella situación, debía confesar a su marido la verdad; su honestidad debía consistir en eso: la verdad lo primero. No quería disfrazar su relación con Mari Leo como un simple juego, sabía que había mucho más, pero ellas no habían abandonado a nadie: estaban enamoradas de Ildefonso y Roberto; sabía que ambas les querían demasiado como para no luchar por su amor. No era momento para dar marcha atrás. La lámpara sobre su rostro comenzaba a molestarla. Se escucharon pasos al otro lado de la consulta. La puerta se abrió. Ángela abrió los ojos y movió su cabeza en dirección al ruido de pasos que se acercaban.


Los pocos minutos que transcurrieron hasta que apareció Alberto embutido en una bata blanca se le hicieron eternos. Alberto se acercó a la camilla y se quedó quieto, indeciso, turbado por algo que no esperaba.


-…¿Cuál es el problema, señorita? – balbució al preguntar, azorado ante la presencia de la mujer, a la que no reconoció pues nunca había estado cerca de ella.

El problema eres tú, capullo –pensó Ángela, estando a punto de lanzar su pensamiento en alta voz; un impulso que pudo contener y que la mantuvo callada.

Ángela, al salir de la consulta la enfermera, se había desabotonado la camisa blanca y ajustada que llevaba aquella mañana y se había quitado el sujetador dejando libertad a sus senos; aún podía permitírselo; sin duda la gimnasia que practicaba con frecuencia obraba en su cuerpo el milagro de la ingravidez. Parecía una estrella de cine bajo los focos de su “amado” dentista. Su hermoso pelo rojizo brillaba bajo la luz de la lámpara, su huesudo y armónico rostro, así como sus brillantes ojos presuponían deseo. Su hermano Roberto seguro que la hubiera comparado con Greta Garbo. El cuerpo ligeramente recostado sobre su lado izquierdo, ambos hombros apoyados en la camilla dando firmeza a su torso, el cuello ligeramente echado hacia atrás y las piernas encogidas levemente, producían una patente insinuación.


Alberto continuaba inmóvil, sin saber que decir. Sin darle tiempo a que pensase, Ángela dijo:

-Hola Alberto –no comenzó con un buenos días, su papel debía de ser perfecto, lo que se proponía no debía estar enmascarado bajo ninguna muestra de educación; debía ser directa, hiriente si llegaba el caso- ¿No sabes quién soy?¿ No me reconoces? –Alberto seguía sin salir de su sorpresa-. Sí hombre, piensa un poco que a lo mejor la cabeza aún te sirve para algo (aquí se la jugó). Sí hasta me has hecho fotografías últimamente. Lástima que se me vea de lejos y siempre de espaladas; pero el pelo no podrás negar que no lo recuerdas –dijo esto último mientras levantaba la cabeza de la pequeña almohada y sacudía su hermosa cabellera. Alberto se sobresaltó, empezaba a entender, pero antes de que pudiera articula palabra, Ángela continuó. Soy Ángela, ahora caes –dijo al ver como le mudaba la cara a Alberto-, sí hombre la cuñada de tu ex, que por cierto no quiere verte ni en pintura, y Nuria ni te cuento. A qué he venido, te preguntarás: a joderte la vida si no das marcha atrás con tu actitud hacia ellas, y como de tu palabra nunca podría fiarme, pues tu actitud con Leonor es de lo más deleznable que un hombre puede hacer…, me baso en hechos –añadió haciendo un pequeño inciso-, te he preparado una sorpresita que sé que te va a encantar.

- O sea que usted, que tú eres… -intentó seguir Alberto pero la rapidez con que Ángela se movió le pilló de sorpresa.

Ángela bajó de la camilla, arrolló la mesita del instrumental derribándola (el estruendo fue como si cayesen de golpe docenas de cubiertos sobre un suelo de mármol blanco); el ruido llegó claramente a los oídos de la enfermera, de Nuria que continuaba hojeando una revista en la salita de espera y de otros dos pacientes que mientras estos hechos están ocurriendo habían llegado a la consulta del doctor en odontología Alberto Monterrubio. La enfermera entró nerviosa en la consulta y se quedó boquiabierta al ver a la paciente de pie al lado de la camilla con la blusa rasgada, intentando proteger de las miradas sus pechos descubiertos (digo intentando porque Ángela lo que pretendía era el efecto contrario), la falda de la mujer estaba desajustada en la cintura y su pelo desmadejado no paraba de moverse de derecha a izquierda. Una voz llena de angustia salía en esos momentos de la garganta de la paciente, justo en el instante en que Nuria y los dos recién llegados al convite hacían acto de presencia en la consulta , sobresaltados al escuchar los gritos de Ángela.

-¡Cerdo, que es usted un cerdo! ¡Lo voy a denunciar!¡Sinvergüenza!¡No va usted a ejercer en el resto de su vida!¡Ustedes son testigos!

-Pero…

-¡Infame!¡Hijo de …! –continuó con sus gritos Ángela, mientras que los que habían acudido a la representación se acercaban a ella para consolarla. Nuria miró a su padre a los ojos y le espetó a su cara: Eres un cerdo. Alberto sólo pudo abrir los brazos como única muestra de defensa. Ángela acomodó nerviosa su blusa y su falda mientras Nuria recogía el abrigo y el sombrero; ambas fueron hacia la puerta de salida de la consulta. Bajo el marco Ángela se volvió y mirando a los ojos de Alberto dijo con voz fuerte:

-No dude doctor Monterrubio que le denunciaré. Acto seguido se volvió y junto a Nuria bajó las escaleras suspirando, mientras la chica la miraba sin entender todavía nada.