miércoles, 28 de septiembre de 2011

En el refugio de los sueños: Dos mujeres

Ellas ya eran así antes de esta crisis que nos azota, y que parece quedarse a vivir entre nosotros, hubiera llegado. A una de ellas, la más anciana, la vi deambular desde siempre por los alrededores de la casa de mis padres. Era alta, tenía esa delgadez que da el comer poco, a mí me recordaba a aquellas mujeres que empezaban a aparecer en las revistas de moda, en aquellos años en que las publicaciones en blanco y negro comenzaban a hacerse en color, en tonalidades que poco a poco iba desvaneciendo el tiempo. Iba siempre muy arreglada: el pelo de crin, largo y ensortijado le caía por la espalda cubriendo el vestido indefectiblemente negro. Recuerdo sus labios pintados de color rojo lujurioso y los ojos maquillados con destreza entre azules y morados que le daban un aire de estrella de cine, como aquellas que aparecían en las grandes carteleras de Callao o de la Gran Vía, sólo que aquella mujer vivía en el barrio de los chamarileros: era la puta fina del barrio. Sigue allí; la veo de lejos caminando por la acera. Ahora viste un rallado y sucio traje chaqueta de color gris. La reconozco por su marcada esbeltez y la arrogancia en el caminar que parece no haber perdido. Su pelo, aquel pelo que maltraía a cuantos se acercaban a ella, se ha convertido en una maraña indescifrable de color ceniza. Lo lleva recogido en un moño que más parece una madeja de lana. Decrépita, pero con aquella arrogancia suya, deambula por las mismas calles que entonces solicitando una ayuda con la mano extendida y la mirada perdida. A veces se sienta en los bancos de la estación de autobuses, cercana a la antigua plaza de los chamarileros, y parece querer fijarse en cuantos viajeros llegan o se van. Pero es sólo apariencia; quizás piense en su juventud, cuando iba a recibir a sus clientes a ese mismo lugar.
Baja y regordeta, con su pantalón azul y su camiseta y chaqueta de color indescifrable, se aposenta en cualquiera de los bancos de la plaza. Su tez morena propiciada por vivir siempre en la calle, la hace parecer extranjera. Vive con sus pertenencias a cuestas, una mochila y un saco de dormir. La mayor parte del día lo pasa allí, mendigando tabaco y conversación. La gente la rehúye sin duda por su olor acre a sudor y vino malo. Dormita largas horas del día sobre un banco de madera: el sol y un paquete de vino suelen ser sus compañeros. Aún es joven, pero parece haber renunciado a su vida.
Tan cercanas vagan por aquellas calles próximas sin juntarse, sin aparentar conocerse, pero cuando llega la noche se las ha visto refugiarse en algún portal o extender cartones bajo la marquesina de la estación y dormir acurrucadas, dándose ese calor humano que la vida les ha negado.

En el refugio de los sueños: Dos mujeres

martes, 20 de septiembre de 2011

En el refugio de los sueños:Doña Bnaca y Moza Fresca


Así de pronto la primera tiene nombre de reina: “Doña Blanca de Castilla”. ¡Qué nombre tan sonoro!

Resulta mucho más poético “Moza Fresca”, y no me estoy refiriendo a una jovencita de “vida prudente”, no, ni tampoco a la que emane frescura por sus cuatro costados; aunque en este caso la protagonista que hoy visita mi blog, si sea fresca y lozana.

Sucede que Moza Fresca y Doña Blanca son una misma cosa.

Desde la estrecha y parcheada carretera, parecía no tener fin. La finca ascendía incrementando la pendiente poco a poco, para acabar dando la sensación de ir a encontrase con el cielo; los últimos metros de subida no podían observarse desde el lugar en que nos encontrábamos. El sol aún no había rebasado la parte superior de la colina, pero en el ambiente se barruntaba una mañana de calor. El aire aún mantenía la frescura natural del bosque de pinos existente en la parte alta del promontorio y el silencio del valle nos había acompañado desde el alba de aquel día.

Es mejor empezar desde arriba y luego ir bajando –señaló quien más estaba al corriente de aquello-. Parecía obvio, pero lo que aún no sabíamos es que habría que hacerlo con tanta frecuencia que al final no tendríamos muy claro si no hubiese dado lo mismo. Comenzamos a subir la empinada cuesta alegres; cantábamos. Un cubo, unos guantes, una tijera…y ganas, muchas ganas. Cuatro mil kilogramos nos aguardaban colgados de las cepas. Fueron seis mil. Los agricultores siempre pecan de pesimismo.

Treixadura, Torrontés, Godello, Loureira, Albariño, Mencía, Bracellao, Sousón, Caiño, Ferrón, Merenzao, Tempranillo, Jerez, y la reina blanca: Moza Fresca.

Moza Fresca es una cepa de uva blanca, de brotación mediana o tardía; se da, preferentemente, en terrenos arenosos. Los racimos y las bayas son grandes y compactos, tienen tonalidad verdosa amarillenta. Esta uva de nombre tan poético, como escribía más arriba, no es demasiado apreciada por los vinicultores de la zona gallega en la que nos encontrábamos vendimiando, Cuñas (Ourense), junto a Ribadavia, cuna del Ribeiro. La proporción en que es utilizada es mínima (al menos en esta zona de vendimia). A mí, quizás por su humildad, me ha dado por escribir sobre ella.

Aprender sólo los nombres de todas estas variedades supone un buen esfuerzo. Supongo que se necesitan años de experiencia para detectar cada una de las cepas, pues parecen iguales a simple vista. Me dicen que hasta las hojas que las protegen son diferentes. Pues bien se trataba de recolectar, en principio, alrededor de ochocientos kilogramos de uvas blancas y otros tantos de tintas, con el fin de lograr un vino de gran calidad, ya que las uvas que se recogían eran elegidas cepa por cepa escogiendo las más maduras y de granos más sanos. Estos primeros kilos los trasladamos a la bodega de nuestros amigos para proceder a la extracción del zumo e iniciar el proceso de transformación en vino. El resto, hasta conformar la totalidad de la vendimia, se recogió de igual manera, subiendo y bajando la ladera. A medida que llenabas el cubo tenías que volcarlo sobre unos recipientes de goma allí llamados canecos. Estos canecos, una vez llenos de racimos pesaban unos veinticinco kilos, había que bajarlos, uno a uno, por la empinada cuesta hasta el borde de la carretera y de allí volcarlos en el tractor que haría de transporte hasta la cooperativa de la zona. Para quien no esté acostumbrado, el esfuerzo es enorme: los brazos, las piernas y sobre todo la espalda acaban pasando factura. Se suda. Es una forma de adelgazar poco recomendable. Suerte que el último día recibimos la inestimable ayuda de amigos y familiares para terminar la vendimia.

Pero para acabar con cualquier tarea lo imprescindible es comenzarla. Y la vendimia se terminó entre gritos de alegría y sonrisas. Y claro había que celebrarlo. Y vaya si se hizo. Corrió el ribeiro por los manteles y nuestras risas, hasta bien entrada la noche, supongo que romperían el silencio de este maravilloso valle por donde discurre el río Avia.

A lo largo de la noche comentábamos lo buenos que estaban los diversos platos que nos habían servido. Alguien debió preguntar por la clase de especias que se habían utilizado para alguno de las comidas, y de allí salió la siguiente y verdadera anécdota:

“Resulta que en cierta localidad española, cuyo nombre no voy a citar, vive, desde hace ya muchos años, un súbdito francés a todas luces gilipollas. Este hombre recibió, un buen día, un paquete remitido desde su país por su “tante”, como solía decir de forma empalagosa. En el interior del pequeño paquete venía un sobre con unos polvos de tono grisáceo. El buen francés le dijo a su esposa que sin duda se trataba de algún condimento que les enviaba la tante, a los que ésta era muy aficionada. Marie, que así se llama su esposa, echó aquellos polvos en cuanta comida cocinó en los siguientes días, no apreciando marido y mujer la menor diferencia de sabor en cada uno de los platos. A los pocos días recibieron una llamada de Francia para preguntarles que si les había llegado un paquete conteniendo las cenizas de su abuelo que habían decidido repartirlas entre los familiares más allegados”. En este momento se desparramó más de una copa de buen vino sobre la mesa: ¡Con lo que cuesta recoger las uvas!