martes, 29 de marzo de 2011

En el refugio de los sueños: En la espera (3ª parte)

Carlos estaba postrado en una cama del Hospital Universitario Gregorio Marañón de Madrid. Su enfermedad era irreversible. Apenas contaba ya con momentos de lucidez para reconocer a la persona que amaba.

Abrió los ojos; allí estaba ella, apretándole la mano. Así había permanecido los últimos días: sin separarse de él un instante. Volvió a cerrar los ojos, desvaneciéndose. Iba y venía sin querer marcharse del todo: agonizaba.

Aquella noche estaba haciéndose extrañamente larga, como la agonía de Carlos. Nieves nunca había podido contarle su vida. Él no lo había deseado, por más que ella hubiese insistido. Decía que su felicidad no iba a cambiar por conocer aquella parte de su historia. Que la quería tal y como era: sin pasado.

Pero el pasado existe, mi amor –susurró Nieves mientras Carlos parecía escuchar-. Los años, el paso del tiempo que todo pone en su lugar, me han venido diciendo que llegué a ti quizás por un error. Un error en el que no creí, y que tal vez pudiera haber evitado; pero el destino me deparaba esta segunda oportunidad contigo. Has de saber, aunque ya no puedas escucharme, que huí de los brazos de un hombre, al que quise también con toda la fuerza de mi alma, por una infidelidad que no fui capaz de asumir. Me traicionó con mi mejor amiga, y no fui capaz de perdonar. Ni tan siquiera de escuchar. El día que Isabel, así se llamaba, entró en mi casa y me contó lo que había sucedido entre ella y Francisco, mi marido, el mundo me cayó encima. Me pareció que los ojos de Isabel, a la que conocía desde niña, se estaban burlando de mí. Desde la distancia pienso que no debió de ser esa su intención, que simplemente se estaba sincerando conmigo o quizás que su conducta se debía al amor que debía sentir hacia mi esposo, como trató de explicarme sin que yo quisiese escuchar. La abofeteé; se quedó impávida, como si lo esperara. Cuando el llanto acudió a mi pecho trató de abrazarme y rechacé aquel abrazo desleal, pues en aquel momento entendí que también había traicionado nuestra amistad. Huí, Carlos, huí. Abandoné a mi esposo sin querer escuchar sus explicaciones. En aquel momento me sobraban. Nuestro amor se había roto, y él había sido el encargado de destrozarlo. Él e Isabel.

Supe, años después cuando ya te había conocido y nos habíamos enamorado, que Isabel también se había ido, que había aceptado un cargo en el ayuntamiento de la capital asturiana. También ella se marchó, y fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que entre Francisco e Isabel nunca había existido ninguna relación. Ya era demasiado tarde; me había enamorado de ti, Carlos.

Vagué sin rumbo aquellos primeros días de agosto del ochenta y cinco. Recuerdo la fecha porque al llegar a Madrid, en mí huida, el calor que desprendían los andenes de la estación de Atocha me golpeó la cara. Llevaba una simple maleta como todo equipaje; había dejado mi vida atrás y nada me llevé de ella. Encontrar trabajo era mi primera prioridad. Poco sabía hacer. Sin estudios y forzada en el pueblo a labores del campo, mis limitaciones pasaban por ponerme a servir como asistenta o mujer de la limpieza en alguna casa. Tuve suerte y entré a trabajar en la de tus padres. Lo que vino después ya lo conoces: tu habitación era un desastre y necesité de todo mi buen hacer para poner un poco de orden en tus libros, tu ropa…tus cosas, que más tarde serían también mías. Nos enamoramos: ambos estábamos muy solos y nuestra edad de entonces, yo acaba de cumplir los cuarenta y uno y tú eras algo mayor que yo, comenzaba a arrastrar la rémora de años perdidos en mi caso y de necesidad de alguien que te amara en el tuyo. Tu madre enseguida me cogió cariño, lástima que nos abandonara tan pronto, y tu padre poco a poco también me fue aceptando: nunca se interpusieron en nuestra relación a pesar de las diferencias sociales que nos separaban.

Los años fueron pasando –continuaba Nieves confesándose en el oído de Carlos-, y nunca pude olvidar del todo a Francisco; Isabel ya no importaba, ya no formaba parte de mi vida; a ella si la borré de mi mente el mismo día que decidí dejarlo todo. Al menos fue sincera al confesarme su amor por Francisco, pero una venda cubrió mis ojos y no vi, no me paré en mirar. Me hizo demasiado daño como para perdonarla. Nunca lo he hecho. Destrozó mi vida con un solo golpe. Sin embargo con Francisco ha sido distinto; lo amaba tanto, tanto…-las lágrimas acudieron a los ojos de la mujer, quien hubiera entrado en esos momentos en la habitación no hubiera dudado del motivo-. Nunca he podido olvidarlo: si tan siquiera lo hubiera escuchado. Ahora comprendo que tenía algo que decirme, que aclararme.

Carlos, mi amor, ahora ya lo sabes todo –el enfermo pareció sonreír con el rictus que se aposento en sus labios, su vida se le escapaba; Nieves lloraba ahora de dolor-.

Dos días después, tras el funeral, Nieves emprendió el camino de regreso.

jueves, 24 de marzo de 2011

En el refugio de los sueños: En la espera (2ª parte)

Isabel recorría, cada día, en su pequeño automóvil, la carretera serpenteante que le separaba de Tineo . Había ganado una plaza en su ayuntamiento hacía tres años y aunque empleara más de treinta minutos en acudir al trabajo y otros tantos en volver a su localidad, nunca pensó en establecerse en el concejo tinetense, puesto que algo le retenía en Navelgas. Tras cumplir con su trabajo regresaba. Acababa de cumplir los treinta y uno cuando aquella tarde luminosa del mes de julio se presentó Francisco en la vivienda de sus padres. A Isabel siempre le había gustado Francisco. La docena de años que aquel hombre le llevaba nunca había sido obstáculo para ella. Al revés le conferían atractivo y seguridad. Claro que estaba Nieves, su amiga desde que tuvo uso de razón; en este caso la diferencia de edad confería a Nieves el rango de hermana mayor de Isabel. Siempre lo habían entendido así y como si fueran de sangre se llevaban. Con Francisco era distinto, nunca lo vio como a un hermano, sí como amigo, pero sin duda sus sentimientos estaban más cerca de él, era el novio que nunca tuvo, quizás porque sólo tenía ojos hacia el marido de su amiga.

Me dejé llevar, Francisco, porque siempre te había querido. Me parecías un hombre bueno y honrado –meditaba Isabel, sin olvidar después de tantos años, mientras miraba al exterior desde la ventana de su despacho en la Plaza de la Constitución-. Aquella tarde entraste en mi casa como un vendaval. Alto, guapo, alegre, con el pelo negro peinado hacia atrás y esa sonrisa tuya dibujada en la cara. Mis padres habían salido de viaje y no regresarían aquel día; teníamos la casa para los dos. No premedité nada, pero algo en mi interior me venía diciendo desde hacía tiempo que te deseaba. Era consciente de que mis sentimientos no podían traernos más que problemas, y que sobre todo a ti y a Nieves iba a haceros daño, pero no podía huir de ellos, y pienso que tampoco lo deseaba. Me besaste en la mejilla con aquella delicadeza tuya, mientras me felicitabas por mi cumpleaños, susurrándome en el oído. No sé si fue el contacto de tus labios en mi cara o tu cálida voz lo que hicieron que te mirara a los ojos de cerca, como tantas veces había deseado y me había contenido. No recapacité en más. Nuestras miradas nos lo dijeron todo. Desde los años de distancia no pienso que te sedujera con mi actitud, algo vi en el brillo de tu mirada: el deseo sin duda. En aquel instante los dos anhelamos lo mismo. No me siento culpable de lo que sucedió, pero soy sensible al daño que os hice… que nos hicimos –rectificó en un murmullo que sólo el cristal de la ventana pudo escuchar-.

Isabel se entretuvo observando a las pocas personas que aquella mañana desapacible cruzaban con prisas por la plaza rectangular. Alzando la vista sobre los tejados próximos, y medio escondida entre las casas, podía ver la esbelta aguja de la torre de la Catedral envuelta por una niebla opaca que presagiaba lluvia.

Cómo evitar aquellas manos de dedos largos y finos que iban buceando por debajo de mi camisa –la sonrisa pareció acudir a su boca mientras recordaba-; aquellos labios que apresaban los míos en un beso intenso y duradero; y el olor de tu cuerpo, recuerdo aquel olor que se impregnó en mí como el perfume más deseado. ¡Cómo evitar todo aquello si llevaba años esperándolo! Me enamoré de ti el mismo día de vuestra boda; me enamoré de los dos, de Nieves también. ¡Os veía tan radiantes, tan felices!... Yo debía tener unos quince años y nunca había visto un novio más guapo; la alegría de tu cara invadía todos los rincones de mi cuerpo y lo siguió haciendo hasta aquella tarde en que por fin nos encontramos. Te había estado esperando toda mi juventud y aún lo seguiría haciendo si no hubiera llegado a comprender, unos pocos años después de aquel encuentro, que tú no me quisiste nunca, que sólo amabas a tu esposa, a mi amiga.

No creo que puedas entender nunca la fuerza de voluntad que se precisa para estar esperando a la persona que amas tantos años, toda la vida diría. Verte casi a diario, sin poder hacer nada. Sorprenderte besando a Nieves; pensar cómo serían tus noches con ella. Y aquella tarde estabas conmigo, eras todo para mí, y no pude contenerme. Hicimos el amor como si ambos lo hubiéramos estado esperando años y años. En mi caso era cierto, a ti sólo te movió la pasión de un momento, el simple deseo. Me lo confirmaste, no en los instantes que siguieron a los abrazos y a las caricias, sino algo más tarde con aquel absurdo comentario que vertiste en mi oído: no era el momento de hablarme de Nieves, Francisco, acabábamos de amarnos; las sábanas aún guardaban la tibieza de nuestros cuerpos. Me lo ratificaste en los días que siguieron a nuestro encuentro. La mirada que observé desde mi ventana cuando te alejabas por la calleja ya fue premonitoria, ya me dijeron algo aquellos ojos, más sinceros sin duda que tus palabras. Los días que siguieron estuve esperándote como había hecho todos aquellos años, sólo que ahora tenía un punto de partida en el que poder asirme. Y tú no fuiste a buscarme. El mundo se me vino encima.

Nieves se fue –Isabel había encendido un cigarrillo y al abrir la ventana para que saliera el humo la humedad le golpeó el rostro, instintivamente lanzó el pitillo a la plaza sin darse cuenta, tan sumida estaba en su ensimismamiento-. Te dejó sólo…, nos dejó solos, Francisco. Y ¿cómo llenar aquel vacío? Tú el de ella, y yo el vuestro. No volvimos a vernos. En un pueblo tan pequeño resulta difícil no coincidir. Supongo que fue porque me rehuías. Así lo fui comprendiendo y respeté tu decisión al igual que había aceptado mi amor por ti nunca correspondido. Debieron de pasar dos, tres años a lo sumo cuando tomé la decisión de alejarme, yo también definitivamente, e intentar rehacer mi vida. No lo he conseguido del todo, como ves; no estaría aquí, ahora, hablando contra un cristal mojado por la lluvia. Las gotas que empiezan a deslizarse por él no son sino las lágrimas que hace tanto tiempo derramé y que aún acuden a mis ojos de vez en cuando. Hace tanto, tanto tiempo, que debería de haberme olvidado de todo aquello, pero no puedo, Francisco. Sé que no puedes oírme y que seguramente no lo harías si pudieras. Seguramente todos estos años me hayas acusado de tu desgracia; quizás tengas razón. Solamente te diré que lo que hice fue por amor. Tal vez si nos hubiéramos visto y hablado después de aquello todo hubiera sido distinto. Tú lo quisiste así y yo acaté tu determinación.

La lluvia se había vuelto pertinaz, ya no se podía ver a través de los cristales. Isabel regresó a su mesa, a su trabajo diario…sin olvidar; como siempre.

lunes, 21 de marzo de 2011

En el refugio de los sueños: En la espera (1ª parte)

Se sentó en el banco de madera que había en el porche. Respiró. El aire le refrescó los pulmones enrarecidos por la humareda que acababa de abandonar en el interior del bar. Un ligero ruido sobre su cabeza le hizo alzar la vista sobre la pequeña bombilla que se balanceaba en lo alto acariciada por la suave brisa que llegaba desde una arboleda próxima. El ruido procedía del ágil y violento aleteo de una polilla que buscaba, sin duda, el calor de aquel pequeño foco para vivir y salvar la noche que ya se cernía sobre el lugar. Miró al frente; a unos pocos metros la carretera comarcal 218 cruzaba aquella zona en dirección paralela a la que se encontraba la fachada del establecimiento. Al fondo, tras la vía, sólo la oscuridad más absoluta. Trató de adivinar algún modo de vida en aquel centro oscuro, negro. A veces sentía imaginar diminutos focos de luz. Creía verlos, pero sin duda eran ilusiones. Sus envejecidos ojos le causaban esas falsas apariencias: estrellitas que aparecían y se volatizaban a la misma velocidad que habían llegado. Un intenso parpadeo que llegaba a molestarlo. Y así noche tras noche, luchando contra la posibilidad de ver a través de aquel túnel oscuro. Sólo el lejano y casi imperceptible olor del mar llenaba sus sentidos. Un camión cruzó frente a sus ojos con violencia. Por un instante perdió la percepción óptica del túnel ante la estela del vehículo. Apenas si parpadeó. No lo siguió con la mirada, sabía que se perdería tras la primera y lejana curva.

-Por allí algún día vendrá ella –murmuró sin desviar los ojos de la negrura-, quizás envuelta de sal marina –pareció añadir.

El botellín de cerveza se balanceaba entre dos de los dedos de la mano derecha, que lo sujetaban por el gollete, al ritmo de la música que salía del local. Cada vez que abrían la puerta el sonido aumentaba y se le instalaba en la cabeza. Esta mayor intensidad tenía la virtud de alimentar y agilizar el movimiento del embase con mayor vigor, el vaivén se iba atenuando a medida que la música bajaba de volumen , los compases, entonces, quedaban rotos por el incansable aleteo de la mariposa. La mano izquierda, mientras tanto, jugueteaba con un cigarrillo a punto de consumirse.

Cerró los ojos, como cada noche, pensando en ella; esperándola.

Fue contando años de conformidad y esperanza mientras tatareaba la melodía que se podía escuchar tenuemente ahora a través de la puerta del bar: “Noches de blanco satén” de los Moody Blues. Sin pretenderlo la música le hizo retroceder en el tiempo. Bailó aquella melodía tantas veces con Nieves, entonces su novia y que poco después se convertiría en su esposa. ¿Qué año era? –Se preguntó moviendo los labios sin que las palabreas fluyeran por su boca-. Principios de los setenta –se respondió--… no, antes –recapacitó-; sobre el sesenta y ocho, ella tenía por entonces veinte o veintiún años –seguía moviendo los labios-.

La canción se escuchaba en aquel apartado bar de carretera cuarenta y tres años después. “Noches tan blancas,/como blanco satén/cartas escritas,/que se rompen después/…que te quiero/sí, te quiero oh,/cuanto te quiero oh…” Francisco seguía el ritmo con la cabeza.

Los escasos parroquianos que salían y entraban en el bar lo vieron sonreír. Algunos se fijaron en su mirada perdida y les pareció oír de sus labios una suave melodía, sin percatarse de que era la misma que llegaba a sus oídos desde el fondo del establecimiento. Siempre, “Noches de blanco satén”.

En sus ensoñaciones ceñía la cintura, mientras bailaban, de aquella chica que le tenía trastornado. Nieves era la muchacha más dulce, guapa y cariñosa que había conocido, y aquellos primeros besos que se daban a escondidas les sabían al jugo de las manzanas verdes. Se juraban amor eterno por cada rincón y calleja del pueblo de ambos. Las sombras de los tapiales los protegieron durante aquellos años de noviazgo de las miradas de los vecinos, pero nadie dudaba, en aquella pequeña aldea, que habían nacido el uno para el otro, él en el barrio de arriba y ella en el barrio de abajo. Cada hórreo supo de su amor y no hubo panera que no fuese visitada y disfrutada por ellos. Francisco había cumplido los veinticinco años cuando se casó con Nieves y desde aquella distancia que ahora maldecía sólo recordaba años de felicidad con aquella mujer, que después de dieciocho años de matrimonio había tomado la determinación de marcharse de casa: de huir –gemía ahora Francisco, como si las sombras pudieran escucharlo-. ¡Joder, Nieves! ¡Qué te equivocaste! ¡Qué fue un error! –exclamó sin que nadie, salvo la soledad le prestase atención-. Sí, huiste de mí –pensaba ahora-. Isabel no tuvo nada que ver con que nosotros dejáramos de ser felices. Era casi una niña y además la conocíamos desde siempre. ¿Por qué estabas celosa? ¿Qué motivos pude darte? ¿O, fue ella quizás? Sí, sé que hice mal. Es cierto que la estuve rondando y que hasta me atreví a estar con ella. Sí, me acosté con ella –confesaba sin que nadie pudiera absolverle-. No debí hacerlo, aquello fue una chiquillada, al menos para Isabel. Me equivoqué, Nieves, pero sólo fue una vez, lo juro por Dios. Ese fue mi pecado. Creo que me estaba arrepintiendo antes de abandonar su casa. No volví a verla. Traté de explicártelo, pero no querías escucharme; te tapabas los oídos con las manos, mientras ladeabas la cabeza y gritabas: ¡No, no, no! ¡Cagúén, Dios, Nieves! –blasfemó-. ¡Te juro que esa es la verdad! Cómo pudo ocurrir es fácil de entender. Isabel era joven, atractiva, siempre habíamos tenido una buena relación con ella. Entraba y salía de nuestra casa y nosotros, especialmente tú, de la de ella. Erais como hermanas.

“Que te quiero/sí, te quiero oh/cuanto te quiero…/”, -seguía la música-. Francisco miraba la oscuridad.

Isabel acababa de cumplir treinta y un años. Por eso me pasé aquella tarde por su casa: para felicitarle. En mi cabeza no rondaba otra idea, deberías saberlo –hablaba, ahora, Francisco en voz baja como si Nieves pudiera escucharle-. Pero me encontré, precisamente aquel día, con una mujer. El porqué antes no me había fijado, no lo sé. Aquel día fue diferente. Me recibió con una enorme sonrisa. Su cara emanaba frescor y ternura, como sólo en ti la había visto antes. Toda ella resplandecía. Vestía, me acuerdo veinticinco años después como si fuera ayer, … vestía de blanco; la blusa de encaje, desabrochada quizás por descuido hasta el tercer botón, y la falda de tablas plisadas eran blancas. Su pelo rubio descendía por sus hombros y las puntas del cabello intentaban introducirse hasta sus pechos a través de la abertura de la camisa. Acerqué mis labios a su mejilla, al igual que había hecho tantas veces, mientras le felicitaba. Me recibió un olor fresco, como creo haberte dicho. No retiré de inmediato mi rostro del de ella; algo en aquel momento superior a mí me impidió hacerlo. Pienso que a ella debió sucederle lo mismo. Sé que únicamente pueden ser conjeturas, pero lo cierto es que nos quedamos mirándonos a los ojos unos segundos, segundos que no pude asumir. Posé mis labios sobre los suyos. Debí trasmitirle dulzura o placer, no lo sé, quizás ambas cosas, el caso es que no los rechazó. Le abracé y me abrazó. Un sudor frío recorrió mi piel. Ella se dejó llevar. Te cuento esto, aunque no puedas oírme, porque es lo único que puedo hacer. No quisiste escucharme cuando pienso que deberías haberlo hecho. Sé que fue una canallada por mi parte, pero también sé que fue un impulso, nada premeditado hubo en nuestra acción, ni por mi parte ni por la de Isabel, puedes creerlo. He pagado, llevo veinticinco años pagando por ello. Y tú, también llevarás todo este tiempo haciéndote preguntas. Las respuestas, Nieves, estaban aquí, en tu casa.

Salí de la habitación de Isabel, triste. Con tristeza miré hacia su ventana desde la que me saludaba con la mano. También su cara reflejaba desconsuelo. Sabíamos…supimos desde el principio que no habíamos obrado de acuerdo con la amistad que nos unía a los tres. Al menos creo que ella pensaba lo mismo que yo, aunque no recuerdo que lo comentara durante la breve conversación que mantuvimos después de… hacerlo –titubeó-. Le dije que había sido un error por mi parte. Ella creo que intentó decirme que el error había sido de ambos. No recuerdo bien cuales fueron exactamente sus palabras pues yo no paraba de hablar, de disculparme. Le dije que te quería a ti, Nieves, que siempre te había querido y que esperaba que nuestra relación con ella no se viese enturbiada por lo que acababa de suceder. Sentí que ella miraba hacia el vacío con tristeza. Estuvimos mucho tiempo abrazados, sin que nos atreviéramos a mirarnos. Las lágrimas de Isabel se posaron sobre mi hombro empapando la camisa, que acaba de ponerme, mientras yo seguía hablando, en susurros, cerca de su oído.

Cómo te enteraste, no lo sé. ¡Qué me importa ya! Cuando reuní fuerzas para contártelo, para tratar de explicarte… tú ya lo sabías. El pueblo, supongo. Pero apenas habían transcurrido unos días, en los que Isabel y yo no nos habíamos vuelto a ver, ni yo tenía ninguna intención de hacerlo. Lo cierto es que desde que te marchaste únicamente he coincidido con ella en raras ocasiones, pues has de saber, Nieves, si es que nadie te lo dijo, que Isabel también se marchó de Navelgas. Debieron de pasar dos o tres años desde tú desaparición y su marcha. Regresa a ver a su familia de tarde en tarde. Eso al menos es lo que se escucha por el pueblo.

No ha habido día desde entonces que no pensara en ti, ni noche en la que el sueño se haya apropiado de mi cama sin que tu rostro, tu cuerpo, tu corazón no se asomasen a mi ventana. Tu recuerdo siempre me acompañó y lo hace todavía. Siempre estoy a la espera de que aparezcas a través de aquella oscuridad, frente a mí, que parece querer devorarme en mi desesperación. Ni una noticia tuya he tenido en todos estos años. Quizás sepas que te busqué, que traté de encontrarte. No dejaste ni una sola señal en tu huida por donde seguir tu rastro. Nadie parecía saber nada acerca de tu paradero. Me refugié en el trabajo. La ganadería que heredé de mis padres me ha tenido absorto todo este tiempo, pero las noches se me han hecho eternas sin tus brazos, sin tu ternura… sin tu calor. Esta noche es una más de las que he vivido…, padeciendo sería la palabra, desde que me abandonaste sin querer escuchar. No creas que nunca haya pensado que no tuvieras razón. Sé que la tenías, pero también creo que al menos podías haberme atendido en lo que era algo más que un ruego.

Francisco enmudeció. La temperatura en aquella noche de finales de septiembre iba bajando con rapidez. Dejó el botellín a su derecha, sobre el banco, y se frotó los brazos, sobre su camisa de cuadros, con ambas manos cruzándolas sobre el pecho. Sintió cierto alivio, pero algo le decía que debía de regresar a casa. Al parecer ella tampoco volvería hoy. Suspiró y trató de levantarse. Al tercer intento y ejerciendo un mayor impulso con las piernas logró desentumecer su encorvada espalda, herida por la humedad de la noche y los largos años de trabajo, y se puso en pie; poco a poco el dolor de sus vértebras fue remitiendo e irguió con lentitud su columna. Desde arriba al túnel parecía más cercano, más cercano y más oscuro.

Caminó como siempre, con lentitud. Los gastados zapatos rozaban el polvo acariciándolo y éste apenas se levantaba del suelo con aquella fricción tan débil. La cabeza gacha, sobre la tierra, dudando a cada paso, haciéndose eterno el corto camino de regreso. Le pareció escuchar ruidos a su izquierda unas veces y a su derecha otras. Pensó que alguna alimaña le rondaba. Creyó por un momento que sus oídos podían escuchar como años atrás; hasta en eso le engañaban sus sensaciones. La oscuridad por aquella vereda, que tantas veces había transitado, no lo ayudaba en aquella noche sin luna. Usó el bastón para ahuyentar peligros inexistentes, sin suponer que lo más peligroso para él en aquellos momentos era una posible caída. Poco a poco se fue acercando a su casa.

Al terminar la senda levantó la vista y puso su mano izquierda sobre la frente. Frunció los ojos pues le pareció ver luz en una de las ventanas. Cuando los ojos se hicieron a aquella realidad el corazón se le desbocó: ¡Esa luz, esa luz –gritó en la oscuridad- no debiera estar encendida!

Veinticinco años atrás Nieves salió de aquella casa para no volver quizás nunca más.

jueves, 10 de marzo de 2011

En el refugio de los sueños: ¡¡Ir al cine!!

Año mil novecientos cuarenta y dos. En plena ofensiva del ejército alemán sobre territorio soviético, un tren que transporta a un buen número de españoles, refugiados de la guerra civil, en su mayoría niños, se halla detenido en plena estepa rusa (en realidad la magnífica película “Españoles” dirigida e interpretada por Carlos Iglesias está grabada en Suiza). Rodeados por la nieve, con unas imágenes de enorme belleza fotográfica, iniciarán un viaje hacia la salvación en busca sobre todo de alimentos. En la huida, en la que el hambre y el frío se puede palpar en cada escena, surgirá el amor entre los protagonistas: él afiliado al partido comunista y ella perteneciente a la derecha y católica España, que, por motivos que no desvelo (¡¡Ir al cine!!), se encuentra en la misma situación que el resto de los que al final serán sus compañeros de tragedia.

En medio de una escena, ahora mismo no recuerdo cuál, la imagen se apagó y las luces de la sala se encendieron. Las pocas personas que allí nos encontramos nos miramos sorprendidos. En nuestras miradas había un: “ya lo arreglarán”, sin caer inicialmente en la cuenta de que en la cabina de proyección ya no estaba aquel señor rollizo y amable con un pitillo entre los labios que vigilaba la cámara y cambiaba los bombos del film. Este corte hacía años que no lo vivía y me dio por sonreír pues si nadie avisaba estaba claro que nos quedaríamos sin ver el resto de la película. Inconvenientes de los proyectores automáticos actuales.

En el pequeño descanso me puse a recordar en aquellas fantásticas películas que todos los domingos veíamos en el cine del colegio de los hermanos maristas. Primero teníamos que ir a la capilla a rezar el rosario. Las puertas del cole quedaban cerradas y el que no acudiese al rezo no veía la película. Era el precio que había que pagar por asistir cada domingo a lo que por aquel entonces era un espectáculo maravilloso (sigue siéndolo: ¡¡ir al cine!!). En la cámara de proyección siempre estaba el impertérrito hermano Castresana. Creo que en alguna otra historia ya he hablado de él: era el que tocaba el pito en el recreo dando por finalizado el mismo. Pues bien este hermano estaba domingo tras domingo en la sala de proyección, como escribía antes, para aguarnos las películas. Su cometido consistía en colocar un pequeño cartón delante del objetivo de la cámara cada vez que Glenn Ford y una rubia platino iban a iniciar un escarceo amoroso. Cómo era un beso teníamos que imaginárnoslo por aquellos años. El “Castre” siempre acertaba con el momento en el que había que situar el cartoncito, signo evidente de que él sí había visto la película con anterioridad. En ocasiones, recordaba mientras alguien ya había salido de la sala a dar aviso, el corte se prolongaba por la duración del arrumaco y el cartón, calentado por la bombilla de aquellas maravillosas máquinas, prendía fuego y con él se hacía un agujero en la cinta dando al traste, sin duda, al beso. Creo que ahí fue donde se popularizó la frase: “qué labios más ardientes tienes, cariño”.

La película es magnífica, los interpretaciones sobresalientes. El riesgo del productor, a tenor de las escasas personas que puedo constatar semana tras semana que acudimos al cine, enorme; y sin embargo hay gente empeñada, ¡¡bendita gente!!, en que este arte no muera. Menos mal que este año con la superproducción del inefable Santiago Segura (a mí me cae bien como persona) ““Torrente 4””, la filmoteca nacional no tendrá números rojos. Hay que jo…