jueves, 28 de mayo de 2009

Argentina 1976 (2)

"El viaje hasta la población de Campaña, al norte de Buenos Aires, fue muy fatigoso; no teníamos medios para caminar por aquellas tierras; el calzado fue un martirio durante todo el trayecto. El arbolado y la espesura del bosque hacían que tuviéramos que efectuar un esfuerzo sobrehumano para poder avanzar, Alberto había decidido que caminar durante el día resultaría peligroso por lo que decidimos hacerlo al amparo de la oscuridad. El trayecto, aunque más seguro, hubiera resultado imposible de abordar a no ser, porque la luna llena en esos días, nos iluminaba los senderos que aparecían en las entrañas del bosque. Viajamos sin perderde vista la costa de la bahía, pero sin acercarnos a la orilla, hasta encontrar la desembocadura del río Paraná. Ascendimos por la margen izquierda avanzando tres noches hacia el norte. Los continuos meandros del río alargaban el trayecto pero también los hacían más protegido. El terreno a veces era inaccesible. Sólo nuestro empeño por llegar, puesto que en ello nos iba la vida, nos hizo conseguirlo. Al amanecer tras la quinta noche de huida divisamos las primeras siluetas de la población.
En Campaña no encontramos toda la ayuda que necesitábamos. Los amigos de Alberto también estaban vigilados; hasta allí había llegado el ruido de los sables, como se decía por quellos días en mi país. Pasamos una semana o quizás algún día más, no puedo recordar con exactitud, escondidos en una serrería..., en un cobertizo junto a una turbina que emitía un ruido ensordecedor, y apenas sin alimentos. La humedad del lugar, próximo al río, y el polvillo que producían los troncos al ser serrados hacía insoportable el lugar que por, otro lado, entendíamos era un buen escondite. Una noche, sin previo aviso, nos proporcionaron una chalupa, bote lo llaman ustedes, con la que cruzar el caudaloso Paraná. Nunca supe si querían deshacerse de nosotros por miedo a que los detuvieran, o si eligieron el momento perfecto para nuestra evacuación. Como quiera que fuese, la decisión fue acertada. Cruzar el río suponía, por el caudal del agua y sobre todo por nuestra falta de experiencia en el manejo de los remos, un riesgo más. El empuje de la corriente, a pesar de nuestros esfuerzos por cruzar lo más en línea recta posible, nos llevó hasta lejos del punto prefijado inicialmente en la otra orilla. Alberto no nos había dicho toda la verdad, sin duda para no preocuparnos más de lo que ya estábamos. El río Paraná quedaba a nuestras espaldas, sí, pero aún teníamos que recorrer más de sesenta kilómetros hasta llegar a nuestro destino: Nueva Palmira en Uruguay. El camino, despoblado en su mayor parte, no constituía en sí un peligro de que fuéramos descubiertos por los militares argentinos que no podían abarcar, lógicamente, toda la extensión del país. El problema eran los numerosos canales que tanto el Paraná como el río Uruguay producían en su desembocadura. El único factor que teníamos a favor era la estación del año en la que nos encontrábamos; al ser otoño, aunque el río Paraná fuese muy caudaloso, al igual que el Uruguay que aún teníamos que abordar, no sucedía lo mismo con la red de canales de estos ríos en sus amplios deltas. Estos canales eran relativamente fáciles de vadear a pie, pero eran tan numerosos que apenas sí avanzábamos. Nuestra marcha resultaba poco menos que agónica. Llevábamos alimentos para unos pocos días y en aquel lugar no resultaba fácil subsistir; la naturaleza no nos proporcionaba sustento en aquel mundo casi salvaje.
Descansábamos cuando nuestras fuerzas ya no podían soportar el dolor de nuestras piernas; aunque desde la distancia creo que más nos dolía el alma por todo aquello que estábamos perdiendo mientras nos alejábamos de nuestra patria, de nuestra familia, de nuestro hogar. Al atardecer del cuarto día llegamos junto a la orilla del río Uruguay. De nuevo la suerte, si aquella situación se puede llamar de fortuna, fue nuestra alidada: encontramos a unos pescadores que nos alquilaron una de sus barcas. Mientras cruzábamos nuestro último escollo, al pescador que nos acompañaba, extrañado por nuestra presencia en aquellas tierras, le explicamos la situación que habíamos dejado en la capital y, someramente, el porqué de nuestra huida. Aquel hombrecillo de piel atezada y con numerosas arrugas que cruzaban y enriquecían su rostro, no pudo por menos que sonreir. Al ver nuestras caras nos comentó no sin razón, que él no sabía si era argentino o uruguayo, que nunca se lo había planteado, que había nacido junto al río y nunca le habían dicho en la orilla en que le habían parido. Quizás fue la única nota alegre de nuestro viaje. Era ya de noche cuando divisamos las luces del Puerto de las Huigueritas, junto a Nueva Palmira. Estábamos en Uruguay".
Leonor calló. Roberto no había dejado de mirarle a los ojos. Estaba sentados en el Café Central, aquel local que les había unido sin que ellos se dieran cuenta.
"Y en Palmira empezó una nueva vida para mí y para Alberto -continuó Leonor su relato mientras sacaba un cigarrillo de la pitillera que Roberto le había regalado (para que te parezcas más a Laura Bacal le había dicho)-. Antonio, Rosario e Ismael decidieron quedarse hasta que pudieran volver a BUenos Aires; no querían romper con su pasado, sobre todo Ismael: la voz de Nuria le reclamaba, nos decía amenudo. Pobre Ismael, nunca volvió a verla. Nuria desapareció sin dejar rastro, como cientos de argentinos. ¡Hijos de puta! Lo que hicieron Videla y Massera fue la más feroz represión que ha conocido Occidente desde la segunda guerra mundial. De Antonio y Rosario tuvimos noticias, estando nosotros ya en Madrid, mientras estuvieron en Uruguay. Luego la correspondencia se fue espaciando en el tiempo. Nos enteramos que habían vuelto a Argentina muchos años después, cuando la relación entre Alberto y yo ya se había deteriorado".
-Bueno, basta de mi vida por hoy, que tú, mi amor, apenas si me cuentas nada de la tuya, y eso no es justo. ¿No crees?
-Es que la mía no se parece ni de lejos.
-Afortunadamente para ti.
-Afortunadamente -comento Roberto con voz queda.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Cine, fútbol y otras cuestiones

Esta tarde del miércoles 27 de mayo he ido al cine, con mi esposa y una amiga(de ambos). He visto una película diferente: "Seraphine". Narra la vida de una pintora francesa de principios del siglo XX, desconocida para mí pero no así algunos de sus cuadros que creo haber visto en libros de arte. Es una película buena y diferente, grabada para mi gusto con cierta lentitud y con continuos cortes a negro para diferenciar planos; no obstante se agradece verla.
Comencé este comentario poniendo la fecha del día. ¿Extraño? No, nada de eso. Me encanta el fútbol y hoy se jugaba la final de la Copa de Europa, disculpen que no lo ponga en inglés pero no practico, por desconocimiento, el idioma de Willians (¿lo escribí bien?) Sí, la Liga de campeones se jugaba hoy, y la ganaron los culés(cómo juegan los cabrones), y, yo como madridista estoy harto de sufrir este año, así que decidí ir al cine; por otro lado hice ya tiempo una promesa a mi esposa: iríamos al cine los miércoles(día del espectador, la pela ya saben), salvo que jugara el R.Madrid o la Selección. El Madrid no jugaba, ¡qué más hubiera querido yo!. Si bien como madridista no soporto la dejadez en la que ha caído este equipo, sobre todo sus dirigentes, como aficionado al buen fútbol me alegra que triunfen las cosas bien hechas. Chapeau al Barca. Me gustaría no obstante que cuando el R.Madrid vuelva a estar en lo más alto, cosa que sin duda se logrará, los seguidores culés lo reconozcan, que nunca lo hicieron.
Madridistas, catalanes, esto ya se acabó. Hasta el año que viene. Mientras tanto vayamos al cine.

martes, 26 de mayo de 2009

Ego

Llevo mucho tiempo, años quizás, pensando lo mismo, y aún no sé si tengo la respuesta adecuada.
Compartimos la vida con familia, amigos, conocidos... Creo que, en la mayor parte de los casos, nuestra situación con respecto a estas personas es bastante pareja. Me explico. Vivimos bajo las mismas o similares situaciones. La misma cultura, más o menos la misma economía doméstica, los mismos medios, hemos tenido similares oportunidades, tenemos los mismos derechos, no somos ni machistas ni feministas. Todo es bastante similar en nuestras vidas, otra cosa es el uso que hacemos cada uno de nosotros de la que nos ha tocado. Distintas pueden ser las aficiones, distinto el trabajo que desarrollamos, etc. Pero porqué entonces tenemos opiniones tan diametralmente opuestas sobre las mismas cuestiones.
Quiero salirme del ámbito de la política, aunque la propia inercia del vivir cotidiano nos lleve a ella. Con los amigos, menos con la familia, discutimos mucho de política, al menos es la palabra que empleamos. Pero creo que no es esto lo que nos separa. Ya somos mayores en estos avatares, han pasado muchos años desde que se instauró el sistema actual, y todos, al menos los de mi entorno, asumimos sin ningún tipo de problemas las ideas políticas de cada uno, aunque no las compartamos. Hasta ahí todo es correcto. El problema surge, mi problema al menos, cuando se trata de expresar una cuestión: llámese aborto (de actualidad estos días), símbolos, eutanasia, inmigración..., lo que se quiera. ¿Cómo es posible que pensemos de forma tan radicalmente opuesta en hechos que debieran estar tan claros? ¿Qué influye de verdad?
A nadie nos gusta que nos lleven la contraria, como tampoco somos partidarios de dar la razón a quién opina de forma distinta a la nuestra. Y, claro, discutimos. Es difícil discutir, al menos a mí me resulta casi imposible, pero sólo por una cuestión: ¡no me dejan intervenir! Siempre hay alguien que grita más, tiene la voz más chillona, o la capacidad(que no es poca cosa) de expresar sus ideas a mayor velocidad que uno. Y, ¿por qué se discute tanto? Sólo hallo una explicación; por nuestro ego. No somos capaces de soportar que nos toquen nuestro ego, porque forma parte de nuestra esencia humana. Seguimos creyendo ser el centro del universo cada uno de nosotros. Esto explica la discusión y el porqué de la misma, pero no aclara, en absoluto, cómo tenemos unas opiniones tan diferentes en asuntos objetivos como ya he citado.

lunes, 25 de mayo de 2009

En el refugio de los sueños: La abuela.

Aún no se ve con claridad a través de las láminas de la persiana. ¿Qué hora será? Y que más da. Total para lo que voy a hacer cuando haya que levantarse.Como todos los días. Más de los mismo. Y encima me duele la espalda; debe ser este dolor el que no me deja dormir. O las siestas que hecho en el sofá viendo la tele, esos al menos es lo que dice mi hija; quizás tenga razón, pero que voy a hacer si me duermo. A veces pienso que será la tele la que me amodorra. Para lo que dan, mejor no verlo. Pero que hago si no. Me aburro viéndola, pero al menos hago algo: desgastar los ojos, que por otro lado es lo que mejor conservo; porque lo que son los oídos. ¿Qué me contará mi hija en ocasiones? Hago como si la escuchara, pero como apenas la oigo, meneo la cabeza siempre asintiendo. Supongo que a veces tocará negar, pero prefiero ser positiva, quizá por eso he llegado hasta aquí, noventa y tres ya. La gente me dice que no me puedo quejar; mis hijos también. ¡Joder, con que no me puedo quejar! ¡Es de las pocas cosas que puedo hacer ya, quejarme! Cuando me levanto me duelen las piernas, la espalda siempre; cuando no se me hinchan los pies, por haberme excedido en la comida, me duele el costado o me cuesta respirar, y eso que nunca fumé. Mi marido, que en la gloria seguro que está, sí fumaba. Decía que no se tragaba el humo para contentarme, y eso que en aquellos años a ver quién era la guapa que le decía al marido que no fumase. A mi hijos, sí: "Tu padre no fumó hasta los venticinco años, cuando se echó novia" Pues mira por donde, el mayor no ha fumado nunca. Debió de pensar que pasada esa edad, para qué. Siempre ha sido listo. Claro que más listo es el pequeño, pero también me ha dado más sustos, sobre todo últimamente. Será que ahora lo llevo peor. Y la luz que no entra por esa puñetera rendija. A ver si mi hija bajó la persiana del todo. Cualquiera se levanta, con lo que me cuesta. Cada día más. La cama también me produce dolor: el costado mayormente. Necesito de ella, pero no debe ser bueno estas acostada tantas horas. Mi hija me dice que preciso de más actividad. ¡Joder, con la actividad! ¡Que mal estoy hablando esta noche, que Dios me perdone! Si casi no puedo moverme. Con lo ligera que era yo para todo. Tres hijos, un marido buenísimo, eso sí, ytrabajador, pero fuera de casa, porque lo que es en los asuntos domésticos todo para una servidora. Vamos como ahora que tienen un niño y lo llevan a la guardería sin destetar, bueno y eso la que le da el pecho, pues dicen que se deforma. Luego que hablo mal. Y todo por culpa de este día que no quiere llegar hoy. ¡Hay Señor, Señor, que tan jorobaos nos tienes, será porque nos conviene, hágase tu voluntad!

Me parece haber oído las cuatro. No puede ser, estoy casi sorda. Claro que ese sonido sin más ruído que incomode es posible que lo haya escuchado. Pues nada, paciencia, que hasta las nueve quedan...cinco, creo, y mi cabeza rige bien, es lo mejor que tengo, pero yo fui poco a la escuela. Lo justo para leer, escribir y saber hacer cuatro cuentas. Lo importante era aprender a coser, bordar y cocinar, para cuando llegase la hora de casarse. Ahora lo compran todo...¿cómo dicen?, en "pretaporter" y "pitsas" para comer. Bueno, mi nieta, sí sabe cocinar, ¡es que mi nieta vale mucho! Pero lo de casarse, nieta incluida, no va con ellas, ahora se juntan y luego deciden. Ese luego a veces se retrasa hasta que los niños van solos al colegio. Eso me cuentan, al menos. Me debo estar haciendo mayor, todo lo veo raro. ¡Mi espalda! Claro como estoy encogida. Si me estiro me dan calambres en las piernas y el dolor me sube por todo el cuerpo. ¡Es horrible! El otro día desperté a mi hija. La pobre madruga para ir al colegio y temo que duerma poco: es tan buena y trabajadora; la más de los tres. A veces la riño como si continuara siendo pequeña, y ya es abuela. No te digo, a mí me llaman ahora la "Visa", se deben creer que tengo dinero, ¡pues están apañados! Nunca lo tuvimos; jamás faltó para comer, pero el mes parecía que no se acababa. A veces me preguntaba si no serían de cuarenta días o más. La guerra, la maldita guerra que lo arruina todo, y eso que por fortuna mi familia no lo pasó mal, pero restricciones ya lo creo que había. Vamos como ahora. Ahora la gente está mejor; pero no se yo si son más felices.

Y esta espera. ¿Las cinco dieron ya? No, el reloj sólo tocó una vez, aún deben ser y media. Me levantaría a calentarme un poco de leche en el microondas. ¿Cómo funcionará ese aparato? Hay tantas cosas que una no entiende al hacerse mayor. Claro que tampoco entendía lo de la lavadora, y eso que yo nunca tuve que ir al río a lavar la ropa; pero aquello me pilló, aún, a tiempo. Lo que de verdad me gusta es que vengan mis hijos a verme, vienen muy poco. A veces parece como si me regañaran cuando creen que no los oigo y no intervengo cuando hablan. Hablan tanto. Me cansa solo escucharles. Y además para qué, cuando me quejo de algo siempre me dicen lo mismo: ¡Mamá a la edad que tienes, qué quieres! Noventa y tres tengo ya, bueno para junio noventa y cuatro; lo malo es que esos son los que ya no tengo. Los he gastado todos, y parece que fue ayer. Hay que fastidiarse con lo deprisa que se me han pasado, y lo que tardan esta noche en pasar las horas, se me hacen interminables. Pero amanecerá, como siempre lo ha hcho. Podría entreneterme rezando un rosario. A ver como era:"Padre nuestro que estás en los cielos..." Por qué no rezará ahora la gente. Eso me parece al menos. Yo iba todas las tardes con mi marido a la iglesia del Carmen a hacer una visita a la Virgen. Era baratito decía él. Y es que era muy gracioso y muy chulito para el vestir; sólo lo veía sin corbata cuando se ponía el pijama; casi lo puedo jurar...ahora, antes no se podía ni jurar. Era pecado, como casi todo. ¿Ir del brazo con el novio? ¡Pero, estás loca! ¡que dirán los vecinos! ¡Y que me importan a mí los vecinos! Mira como me han tratado estos últimos años, viviendo en un carto piso y sin ascensor, que mi pobre esposo no pudo salir a la calle los últimos años de su vida, y yo voy por el mismo camino. Por eso estoy mejor aquí en casa de mi hija. Aquí hay de todo... hasta ascensor. El piso..., los pisos son más pequeños ahora; más acogedores, se consuelan. El treinta metros meten: la cocina, en el salón el tresillo bien amplio, la tele(enorme), columnas de cedes(que coño será eso de "cedes"), las camas con edredón, el armario que como lo abras ya no consigues cerrarlo nunca, el baño con ducha incorporada lo llaman ahora.¿Y aún tiene sitio para recibir a las visitas!¡Como cambian los tiempos! "Los tiempos cambian que es una barbaridad..."decía el cuplé de moda en mis años mozos. Pregunta, pregunta a los jóvenes de hoy en día que si saben lo que es un cuplé- Y se ríen mis nietos de mí cuando confundo la antena tres con el emepetres. Y es que hablan de deprisa. Dan la sensación de que te lo quieren contar todo al mismo tiempo, y una no les entiende nada. Y se ríen, claro que yo sé que lo hacen de buen corazón y que me quieren. Pero coña, podían explicarme algo más las cosas. Una es mayor pero no tonta. Como mi hijo, el banquero, bancario dice él -no debe ser lo mismo-, al que pregunto por mi plan de pensiones, y me responde que no me preocupe que toda va bien. Pero, coña, ¡si no me preocupo! -le contesto-, si lo que quiero es saber como va y cuánto tengo. Y él se ríe. Y yo al final también

Creo que han dado las seis. Mi hija duerme como un lirón. Noto que el tiempo no transcurre. Dicen que a los ancianos se nos hacen muy largos los días porque no hacemos nada. Será por eso, pero lo cierto es que, a lo largo de mi vida, he visto a cantidad de gente que nunca hizo nada. Quizás por eso se hayan muerto ya todos: de aburrimiento. ¡Joder con el aburrimiento! A mí jamás me dio tiempo a padecerlo. Ahora sí, pero es por la espalda, y por las piernas que apenas me sostienen ya. Todo el mundo me dice que tengo que andar más. Donde querrán que vaya en esta ciudad en donde no hay más que coches y zanjas con obras. Mi ciudad es más tranquila; la echo de menos, pero allí ya no podría vivir, necesito que me cuiden; quizás me esté engañando a mi misma y lo que en realidad necesito es que me mimen, como a los niños. No se está mal cuando ves que alguien te quiere y te mima, por eso no entiendo algunas de las contestaciones que doy a mi hija. Será que los años me han vuelto más gruñona. Creo que antes yo no era así, aunque genio sí tenía, sí. Empiezo a sentir frío, como si la manta y las sábanas no me cubrieran todo el cuerpo. Aunque para frío antes, cuando no había calefacción en las casas. Teníamos "la económica": una cocina que se usaba con la leña y el carbón que había que comprar al menos una vez por semana. A la económica iban a parar todos los deshechos de la casa: muebles viejos, que troceábamos, madera, ropa usada..., en fin todo lo que pillaba para calentar la casa. Alguno de los juguetes que, ahora, añora mi hijo mayor se convirtió en calorías que compartíamos toda la familia. ¡Qué tiemps! Y eso que siempre he pensado que es una tontería decir aquello tan socorrido de: "En mis tiempos..." Como si estos de ahora no fueran también los míos. Pues claro que lo son, aunque me empiecen a venir algo grandes y a menudo me hagan sufrir porque no los entiendo.

Mi hija pareze que rezonga ya. No me extraña, se debe estar también durmiendo y que el cuerpo sienta que tiene que levantarse. Los de nuestra edad usamos palabras que ahora ya no se escuchan. Rezongar, que bonita, como...argayar...barruntar. A ver si ahora me voy a quedar dormida, pues bien parece que estuviera contando ovejitas. Pero ¡quiá!, ni por esas.
-Buenos días, mamá ¿Estás despierta?
-Sí, hija, sí, desde hace un ratito.
-¿Has dormido bien?
-Pues no sabría decirte. He pasado noches peores.

miércoles, 20 de mayo de 2009

La boda.

Ángela se levantó muy temprano aquel sábado en el que iba a concluir su soltería de cincuenta años. La peluquería le esperaba. El asunto del vestido lo había solucionado con el sari azul ribeteado con una cenefa dorada, pero no podía evitar que una cierta ansiedad se apoderara de ella. Le parecía que el reloj corría de forma desbocada. Ella que siempre pensaba tenerlo todo controlado era, en esos momentos, la mujer más insegura del mundo; pero si algo tenía claro es que pasara lo que pasara pensaba seguir los dictados de su corazón hasta el final. En estos dictados, por supuesto, estaba su formna de actuar ante los acontecimientos, siempre de una manera positiva, vital, irrenunciable. Irrenunciable era ese día la forma en que iba a ir vestida. Sólo -pensó pícaramente- haría una concesión con su ropa interior. A Ildefonso le va a dar algo -pensó sonriendo-. Y es que una noche de bodas no se celebraba todos los días; en concreto a ella la venía a visitar después de medio siglo. Ya era hora de sentirse a gusto en ese terreno, ¡qué caray!. Sus años no deberían ser una cesión a lo que sentía, a su inconformismo, al valor que daba a las cosas. Sabía que muchos dudarían de su amor por Ildefonso; la edad de él era un inconveniente. Un inconveniente para los demás, no para ella que había decidido compartir su vida con aquel hombre que la hacía reír y que estaba siempre junto a ella cada vez que lo necesitaba. Sus atenciones eran, ya, una costumbre.
Roberto contestó a la pregunta que le hizo Ángela al ir a acompañarla al lugar de la celebración, con un significativo :"Extravagante". Ángela sonrió, no porque buscara de una forma intencionada el salirse de las buenas normas establecidas, sino porque aborrecía de tal manera esos principios sociales que hacía tiempo que había pasado de ellos.
Por fortuna aquella mañana de primavera hizo un día espléndido. La ceremonia civil, Ángela no había cedido ante la insistencia del novio -de su familia más bien- en casarse por la iglesia, se celebró junto al cauce del molino, transformado en hotel, que poseía Ildefonso. Una fila de altos olmos, cuyas primeras hojas comenzaban a apuntar, recibió al sari azul de la novia. Una estrecha girnalda de flores bordeaba su frente y sujetaba el pelo. Las finas sandalias doradas que dejaban ver sus pequeños y huesudos pies casi desnudos, junto al pequeño ramo de flores silvestres que portaba en sus manos eran todo su atuendo. Parecía haber rejuvenecido veinte años. Ildefonso se quedó boquiabierto al verla llegar entre los árboles. Nunca la había visto así.¡Quería a esa mujer y se iba a desposar con ella!
-Estás radiante, querida.
-Casi lo mismo me ha dicho mi hermano.
-Me alegra estar de acuerdo con mi cuñado.
-Él también te quiere mucho, Ildefonso.
El oficiante, Faustino Boadella, un hombre enjuto, de mentón cuadrado y cejijunto, al que el traje le venía demasiado grande, y a la camisa, eso sí limpísima, parecía que le iban a echar a volar sus cuellos, era la máxima autoridad que la familia Martínez-Conde habua conseguido encontrar en aqueña pedanía lejana a la ciudad. Actuaba de alcalde y de buen juez por lo que sus servicios eran estrictamente necesarios.
-Buen hombre, puede empezar cuando estime .apuntó Ildefonso al despistado celebrante.
-Es la primera vez que me ocurre.
-El qué -preguntó Ildefonso.
-Pues que va a ser: que la novia llegue antes de que el novio aparezca.
-¡Cretino! -estalló Ildefonso Carlos- ¡ el novio soy yo!
-No, Celestino no, me llamo Faustino, para servirles. Disculpen mi torpeza, por favor.
-Estamos aquí reunidos -comenzó- para celebrar la unión entre este hombre...
-No es tu edad, cariño, lo que le sorprende, sino la mía -comentó Ángela en voz baja a su disgustado novio.
-... y a esta mujer. Todo matrimonio -continuó el señor Boadella- debe basarse en el respeto mútuo, y este respeto tiene que provenir de la igualdad entre hombre y mujer. Si me lo permiten voy a relatarles un cuento del brasileño Paulo Coelho...
-¡Joder! -voz en "off" de Ángela - El rostro de sorpresa de Ildefonso es difícil de explicar aquí. ¡Vamos que no puedo explicarlo!
-..."Había un rey en España que estaba muy orgulloso de su lenguaje, y que era conocido por su crueldad entre los más débiles. Una vez, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón donde, años antes, había perdido a su padre en una batalla. Allí encontróa un hombre santo removiendo una enorme pila de huesos.
-¿Qué haces ahí? -preguntó el rey.
-Honrada sea vuestra majestad -dijo el hombre santo-. Cuando supe que el rey de España iba a pasar por aquí, decidí recoger los huesos de vuestro padre fallecido para entregároslos. Sin embargo, por más que busco, no consigo encontrarlos: son iguales que los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos y de los esclavos".
-Ángela sonreía, Ildefonso seguía sin salir de su asombro y comentó a la novia: muy propio el discurso para una boda. Los rostros de los invitados iban de uno a otro sin saber que decir.
-Me alegro que sonriáis, porque no hay nada más bello en este mundo...
-¡Me encanta este hombre!¡Ildefonso, vamos a ser muy felices!
-...veréis: "No hay nadie tan rico que no la necesite, ni nadie tan pobre que no la pueda dar" ... Silencio en el auditorio.
-Me refiero a la sonrisa -aclaró Faustino.
-...Y por la autoridad que me ha sido concedida por el Gobierno de España, Ángela, Ildefonso, yo os declaro marido y mujer. Ahora ya puedes besar a la novia.
Los novios se besaron. Ya eran esposos. En la primera fila un sorprendido Roberto y una feliz y alegre Leonor, se soltaron de la mano y mirándose a los ojos se besaron largamente; de alguna forma aquella también había sido su boda.
Lo que vino después es como en casi todas bodas que ustedes mismos hayan asistido. Buenas formas al principio: hasta que alguien decide quitarse la corbata y la chaqueta, y los zapatos dejan desnudos los pies de alguna cenicienta. Mucha comida -de sobra diría yo-, más bebida de la aconsejable y puros para hacer caso omiso del Ministerio de Sanidad. ¡Ah, sí! me olvidaba: y el baile entre los árboles -esto quizás sea un poco diferente-. Ángela no tiró el ramo de flores, que parece preceptivo en todas las bodas que se precien, para ver quién es ¿la afortunada? que lo recoge. No, no lo tiró. Lo subastó. Para una ONG dijo.
Anochecía cuando la música cesó y los invitados pasaron al interior del hotel; el frío comenzaba a hacer mella entre las mujeres que habían acudido como se suele ir a las bodas: distintas de lo normal. Roberto que hablaba, ya en el interior, con algunos familiares vio como Ángela y Leonor se abrazaban. Se sintió feliz.
¡Ay, tonto...!

martes, 19 de mayo de 2009

lunes, 18 de mayo de 2009

Los viernes quedamos, desde hace más de venticinco años, un grupo de amigos que nos hemos ido haciendo mayores viernes a viernes. Éste último, mientras paseábamos camino de un restaurante a donde vamos a cenar con frecuencia, iba hablando con Carlos; comentábamos lo mayores que ya son nuestros padres: en su caso noventa y uno el padre y ochenta y ocho la madre, y en el mío noventa y tres mi madre (la abuela Isabel sobre la que algún día hablaré). Le comenté que mi madre se encontraba bien dentro de sus limitaciones: cada día un poco más torpe, pero afortunadamente sin dolores y con la cabeza lúcida. Él me habló de los suyos: que su padre se había caído, afortunadamente un susto, y que al igual que mi madre cada día estaban más torpes. De esta inicial conversación, y dado que el resto de amigos y esposas nos había dejado solos, nos dio tiempo para profundizar sobre el tema de los ancianos, de la soledad, de la incapacidad. Le comentaba que aunque mi madre se encontraba bien, yo la notaba con un poso de tristeza (siempre ha sido muy alegre) supongo que debido a que piensa en su corto futuro. Estúvimos de acuerdo en que si el anciano pierde sus capacidades no sufre, que sufren más los que tienen su mente saludable. Hablamos de las residencias para ancianos. Del porqué hoy en día la sociedad no atiende a sus mayores como hace unos años; debido a los cambios sufridos por los que los hijos se ven abocados a modificar su lugar de residencia con relativa frecuencia, o la situación que crea que los matrimonios trabajen fuera de casa. De la enorme cantidad de dinero que hace falta para atenderlos. Las residencias privadas no cuestan menos de 1200-1300 euros al mes, y las públicas han de resultan enormemente caras para el Estado. Se necesitan dos o tres profesionales por anciano. La conclusión( la charla era amigable y distendida) fue que cada uno de nosotros deberíamos tener fecha de caducidad. No es justo que haya personas que mueran a una temprana edad y otras lleguen a los cien. Saber cuando uno se ha de morir a lo mejor no resultaba tan duro si a todo el mundo le pasaba lo mismo; no hay que olvidar que nos motivamos a veces por referencias. Te toca mañana; pues nada una buena despedida y a otra cosa mariposa. Estaba la eutanasia detrás de esta conversación tan descabellada, estaba también la religiosidad de cada uno, los tabúes vividos, en fin toda esa serie de cosas que nos han ido formando.

viernes, 15 de mayo de 2009

Argentina 1976 (1)

"Acababa de empezar la primavera. Acá, aquí -rectifico Leonor- estabais comenzando el otoño. Yo no había cumplido aún los dieciocho años, a todos los efectos era menor de edad. Alberto, mi compañero de estudios y futuro marido, rondaba, me parece recordar, la veintena. Pero allá, en Argentina, a aquella edad y en aquellos años éramos más precoces en todo: en cultura, en conocimientos políticos, en mantener una relación...que los jóvenes españoles actuales; pongo por ejemplo a mi hija. Tiene dieciocho años y me parece una niña"
-Te lo parece, pero es toda una mujer -le interrumpió Roberto.
-No lo creas. Yo la conozco bien. Pero, disculpa, ¿querés oír mi vida, o no?
-Por supuesto, continúa. Además esta cena va acostarme un ojo de la cara.
-¡Dieciocho años tiene ya mi hija!¡Como corre el tiemp! -exclamó Leonor-. Con lo que cuesta pasar el día a día y ya se me han ido venticuatro años desde entonces.
-¿De qué año estás hablando?
-Pero que inculto sos, Roberto, de 1976. ¿No te dice nada el comienzo de la dictadura del General Videla?
-No recordaba el año, Leonor. Simplemente eso.
-Joder, te bastaba con haber restado, o ¿no sabes el año en que vives?
-Tienes razón, a veces conviene usar la cabeza.
-La cabeza hay que usarla siempre. Siempre, Roberto. No sé para que te cuento nada.
Leonor calló. Por un momento pensó en no continuar con su relato. En el restaurante había poca clientela; los días de trabajo era normal. El espacio era amplio y las paredes, de color rosáceo, casi blanco, le daban un aspecto limpio y elegante. Una gran lámpara de numerosos cristales, que proyectaban brillos de diversos colores sobre los manteles de la mesa, se alzaba sobre sus cabezas. Sonaba, ténue, el saxo de Kenigin.
-"Nunca se me olvidará la noche que golpearon de forma bestial la puerta de la casa -continuó-. En el interior dormíamos seis personas: mi novio Alberto, yo y dos parejas más: Rosario y Antonio, e Ismael y Nuria. Pobre Nuria, era mi mejor amiga. Fue la única que no pudo escapar a tiempo. Tuvimos que tirar de Ismael para que no cayera, él también, en manos de aquellos soldados. ¡Correr, correr, sin dirección! Sin pensar, sin pararse a mirar hacia atrás. ¡Huir de aquel horror! Sabíamos que nos iba la vida en ello, que dependíamos de nuestra fuerza en aquel momento. Nos importaba más, al menos ese era mi pensamiento y creo que el de mis compañeros, no caer en sus manos, lo que significaba la tortura más atroz, que la propia vida. Y corrimos hacia el alba, hasta el límite de nuestras fuerzas, hasta el término de la ciudad. Buenos Aires se perdió aquella misma noche en nuestras vidas; desde el cerro donde al final nos detuvimos pudimos contemplar, con los ojos llenos de lágrimas, la "atmósfera bonaerense" que envolvía a la ciudad. El halo metálico que exudaba el río de La Plata cubría los tejados de las casas, difuminaba las anchas avenidas que serpenteaban como arroyos líquidos, y hacía desaparecer los pequeños barrios de la periferia en su neblina azulada. Quizás no soy consciente del tiempo que permanecimos allí llorando desconsoladamente. Habíamos perdido a Nuria y parte de nuestras vidas. A nuestros "viejos", a los amigos, los paseos por el arrabal...¡dios! Los recuerdos que pueden vivirse en segundos. Toda mi vida pasó por mi mente a una velocidad de vértigo. Recuerdo que me estallaba la cabeza. El dolor era insoportable. Sólo el abrazo de Alberto y su ternura lograban mantenerme en pie. Tenía apoyada la cabeza sobre su agitado pecho, y aquel movimiento me aliviaba en parte el dolor; su cercanía me daba ánimos para no desfallecer. A mi lado, Ismael lloraba de angustia, su congoja traspasaba el aire. Tenía la mirada perdida en el horizonte, sobre la ciudad, en donde en aquel momento Nuria podía estar sufriendo todo tipo de vejaciones. Tú, Roberto, tendrás noticias de entonces, pero te puedo asegurar que nada es comparable con la rabia que en aquellos momentos sentíamos mis amigos y yo. El mundo se nos había caído encima como una losa. Aquella sensación de impunidad; de haber perdido toda razón humana para poder hacer entender a aquellos malditos hijos de puta, tus pensamientos; para tratar de que fueran capaces de comprender que existía gente que no pensaba igual que ellos, que no deseaba una dictadura militar, que hubiera luchado, si hubiera sido posible, por arrebatarles el poder ominoso que habían logrado de forma ilegal, con el uso impune de las armas.
Escuche retumbar en mi oído la voz de Alberto. Tenemos que continuar -dijo con voz angustiosa-. Pronto será pleno día. Hemos de buscar un lugar para escóndernos hasta que llegue de nuevo la noche. Tengo amigos en Campaña, junto al Paraná, que nos ayudarán. Desde allí nos resultará más fácil cruzar el río y trasladarnos hasta Nueva Palmira en Uruguay. Allí estaremos a salvo. Desde aquí a Campaña hemos de viajar ocultándonos a la vista de la gente, estamos demasiado cerca de Buenos Aires. Una vez en Campaña viajaremos con mayor tranquilidad.
Los cinco éramos conscientes de lo que dejábamos tras de nosotros. Pero no existían alternativas. Volver a la ciudad hubiera significado la detención, la tortura más perversa y seguramente nos hubiera costado la vida. Nos tenían fichados. De no haber sido así no hubieran localizado el piso en dónde estábamos refugiados. Alberto e Ismael se habían significado los últimos meses por su claro pensamiento de izquierdas en mítines en la universidad y marchas estudiantiles en protesta por lo que veíamos llegar. Ninguno de nosotros hubiera imaginado nunca la virulencia con la que se iban a portar aquellos denigrantes militares que usaron su poder para usurpar al pueblo sus derechos constitucionales"

Ya no se escuchaba música en el comedor. Leonor y Roberto permanecían en su mesa con las manos enlazadas. El hombre trataba de infundir ánimo a su pareja; la miraba con fijeza a los ojos queriendo compartir su enorme tristeza. Leonor tenía el pensamiento en otro lugar. Había acallado su relato. Buscaba fuerzas para seguir. Roberto comprendió y la disuadió de continuar.
-Calla, Leonor. Te está haciendo daño recordar. Lo noto en tus ojos, en tu rostro. Ya me contarás el resto en otro momento. Además se ha hecho muy tarde. Los camareros nos observan con cierta descortesía.
-Sí, tienes razón. Pero no consigo borrar de mi cabeza -ni un sól día- aquellos...aquellos...
La mujer calló mientras las lágrimas asomaros a sus ojos.
-Calma, que el tiempo todo lo cura -comentó Roberto mientras apretaba las manos de la mujer.
-No lo creas, al menos en mi caso -zanjó Leonor mientras se levantaba de la silla.

Abrazados caminaron por la solitaria ciiudad. El frío hacía mella en las mejillas. En el suelo brillaba la humedecida niebla que caía sobre el pavimento. Los plátanos del paseo habían sido podados días atrás y la bóveda de sus ramas entrelazadas ofrecían a esas horas un aspecto fantasmal: parecían esqueletos. Huesos de animales unidos en un lazo interminable. La luna a duras penas lograba atravesar la bruma y su luz quedaba difuminada por la de las mortecinas farolas que parecían esconderse entre los árboles. Los edificios surgían de las aceras para desaparecer pocos metros más arriba. Apenas se vislumbraban luces en las ventanas. La soledad rodeaban a Roberto y a Leonor. Los tacones de la mujer sonaban rítmicamente rompiendo el silencio del aire.
-Te noto extraño desde que salimos del restarurante. ¿Te preocupa algo, Roberto?
-No. Mi hermana me ha llamado por teléfono. No sé que mosca le habrá picado. Conociéndola, seguro que algo raro se le ha cruzado por la cabeza. Es una extravagante de mucho cuidado. He quedado en ir a su casa mañana por la tarde. ¡A las dieciocho horas, me ha dicho la muy...!
-Ya será para menos. Tengo ganas de conocerla.
-Ya la conocerás, ya -ironizó Roberto mientras una ligera sonrisa cambiaba su turbado rostro.
-No pareces apreciar a tu hermana.
-Te equivocas, la quiero mucho Leonor, nos criamos en casa de unos parientes: mi tía Antonia llegó a ser una segunda madre para nosotros, y mi tío Luis significó en mi vida más que mi propio padre que falleció siendo muy niños; recuerdo que la primera comunión la hice ya en casa de mis tíos. También yo, como ves, puedo contarte mi vida, aunque no sea tan interesante como la tuya.
-Interesante no es la palabra. Lo mío fue trágico.
-Perdona, tienes razón. ¿Te encuentras ya mejor?
-Sí. No es la primera vez que cuento aquella parte de mi vida, y siempre me sentó bien hacerlo. Cada vez que me acerco a mis recuerdos, me siento más fuerte, pero siempre queda una congoja que no acaba de marcharse nunca. Estoy mejor, de verdad.
-Me alegro. ¿Has de volver a casa?
-Sí. Nuria aunque se las dé de mayor se preocupa si tardo. La muy...no sé como llamarla, no entiende que a mí me pase lo mismo cuando es ella la que se retrasa. Estamos muy unidas; sólo nos tenemos la una a la otra... Bueno ahora te tengo a ti -dijo Leonor levantando la vista y mirando a Roberto por debajo del ala de su sombrero.
-¿Nuria? -se preguntó Roberto devolviendo la mirada a Leonor-. Como tu amiga -añadió mientras acercaba los labios a los de la mujer.
-Sí, Nuria, como mi mejor amiga. Pero eso es otra parte de la historia. Vamos a casa que estoy congelada; no está la noche para paseos.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Cheyenne (una petición de mi ojito)

Quien era yo para negarme a recibirla. Además mi raza siempre fue pacífica y tengo fama de relacionarme según los buenos usos y costumbre. Sin embargo no pude disimular que su llegada me llenase de cierta inquietud.
Él siempre me trató bien; nos entendíamos. Yo le esperaba cada día adormilada en el sofá que me había dispuesto, desde siempre, en un rincón de su desordenado salón; no obstante supongo que el salón era también un poco mío, y él lo sabía. Desde mi pequeña atalaya veía, más bien controlaba, todos sus movimientos. Le encantaba pasarse horas bebiendo de un bote y mirando por una ventana a un hombrecillo con bigote y bastón que se movía a pequeños saltos. Aquello le hacía sonreír; a veces hasta soltaba una carcajada que me sacaba de mi duermevela. Entonces me levantaba silenciosa, como para no molestar, y me acercaba a su mano libre para que me acariciase. Siempre que miraba por aquella ventana estaba de buen humor. He de confesar que casi siempre lo estaba. Apenas me regañaba, ya que poco le importaban mis alocados alborotos. Éramos uno. Sólo había de temerle (no sé si esta es la palabra exacta, ya que en ocasiones el idioma de los humanos se me hace dificil de comprender), cuando se mordía uno de sus dedos y me miraba fijamente a los ojos. Entonces sabía que algo malo había de haber hecho. Pero su enfado se desvanecía enseguida.
Una noche, iba yo a cenar sin esperarle como tantas otras, se presentó con ella. Al primer golpe de vista me pareció flacucha, esta impresión se confirmaría posteriormente, y larga; claro que desde mi posición a cuatro patas todo me parece inalcanlzable; distinto es cuando me sitúo en mi trono, desde allí las perspectivas cambian. Pero a lo que iba, no me cayó bien. ¿Celos? Quizás. Dar un par de vueltas a su alrededor me pareció suficiente, no fuese a interpretar mal el recibimiento.
Recuerdo que apenas si meneé la cola; no debí demostrar demasiado entusiasmo, y él algo debió intuir, ya que me acarició el hocico más que de costumbre. Me acurruqué triste apoyándome sobre mis patas delanteras; postura ésta de la que era consciente que encantaba a las visitas. De repente alcé mis peludas orejas. ¡No era una visita!¡Venía a quedarse!¡Traía maletas! Bajé de un salto y comencé a ladrar. Lo mío era una queja en toda la regla. Por el rabillo del ojo derecho vi cómo él se mordía los nudillos de su mano. No entendía:¿qué había hecho?¿Es que una extraña iba a enturbiar nuestra magnífica relación? Cómo podía pensar en compartir nuestra vida con aquella larguirucha de pantalones ajustados que mostraba su ombligo bajo una camiseta que se le había quedado corta, sin duda, en su último estirón.
Ella dejó en el suelo un pequeño bolso; yo me dije al instante: "Ahí no le pueden caber ni un par de caramelos". Vamos, que todo eran inconvenientes. Se acercó despacio, como yo a veces. Para entonces había volado ya sobre mis dominios y la miraba fijamente. El encuentro fue lo más dulce que recordaré en mi vida. Me miraba a los ojos y yo a los suyos, que eran de un verde transparente como jamás los había visto. Me quedé inmóvil. Su mano penetró entre mi desordenado pelaje por detrás de mis orejas y su suave masaje me hizo sentir un placer que nunca antes había adivinado que pudiera existir. Qué poco le hizo falta, o qué mucho, según se mire, para ganarme. Qué dulce me resultó desde su primer contacto. Su nariz y la mía estaban tan próximas que pude sentir su perfume y su aliento. Cómo había cambiado todo con sólo esa muestra de ternura. No me extrañó, entonces, que él se hubiera..., cómo dicen los humanos,... enamorado de ella.
A veces, cuando les veo juntos en el sofá mirando por la extraña ventana, a la que por cierto ahora se asoma el del bigotito con menos frecuencia, siento celos y me acerco a ellos introduciendo mi hocico entre sus rodillas. Ellos me acarician y hasta creo que en ocasiones ella también me besa.

martes, 12 de mayo de 2009

Comunicación

Hoy he asistido a un funeral. Un compañero de la empresa en donde trabajé había fallecido ayer. Me llamó una amiga para hacérmelo saber. Hacía más de quince años que no le había visto; desde el día que se jubiló. Puestos a pensar es como si hubiera fallecido hace esos quince años. Nunca tuvimos más relación que la de compañeros. Nunca fuimos amigos por lo que su fallecimiento no puedo decir que me haya afectado más allá de lo que se puede sentir por la perdida de cualquier persona. Sin embargo fui al funeral, aunque nada sintiera. Supongo que es "el qué dirán" o "el quedar bien"
Conocemos a mucha gente, pero no la tratamos; en el mejor de los casos de forma muy sesgada. Nos pasa con los vecinos de inmueble. Les apreciamos. Hasta hablamos de nuestras hijos cuando coincidimos en el ascensor. A algunos les tenemos por vecinos desde hace veinticinco o treinta años, pero al pulsar el botón del ascensor, siempre tenemos que preguntar el número del piso en el que habitan. Nuestro conocimiento es externo. Nos falta la comunicación. Es más creo que a todos nos convendría tocarnos más. Sí, tocarnos. Sé que en algunas culturas esto estaría hasta muy mal visto, pero yo creo con firmeza que nos falta el contacto físico con la gente. Nos abrazamos poco; nada diría. Sólo con los más cercanos.

lunes, 11 de mayo de 2009

Ellos.

Se estaba abrochando la blusa. La mano del hombre le ciñó la cintura y la atrajo hacia sí. Sus labios se deslizaron en los de ella. Cuatro meses atrás a Roberto no se le hubiera pasado por la imaginación que iba a tener algo más que una aventura con aquella mujer. En sus ensoñaciones jamás pensó en tal posibilidad. Sus fantasmas no pasaban de la pantalla del cine; todas sus relaciones eran ficticias; ¿era ésta una más en aquel mundo del celuloide que se empeñaba en vivir? No, Leonor era real, y ello le sorprendía.
-Debo irme. Tengo algo de prisa, he de acompañar a mi hija al médico.
-¿Le ocurre algo?
-Nada de particular, cosas de mujeres.
-¡¿No estará embarazada?!
-¿Por qué sos tan cretino, Roberto?
El hombre rió de buena gana. Había adquirido la suficiente confianza con Leonor, en los últimos meses, como para gastarle ese tipo de bromas.
-Siempre que te enfadas brota tu sangre argentina. No lo puedes evoitar -reía Roberto mientras abrazaba cariñosamente a la mujer.
-No sos un cretino, sois -añadió Leonor menteniendo la i y la s- un imbécil. Me voy, y no sé si volveré a verte nunca más. Has de saber que una hija es algo muy serio. Me recuerda lo diferente que era mi vida cuando tenía su edad.
-Llevo meses esperando que me cuentes tu vida. La primera noche que salimos juntos dijiste que lo harías; y aún estoy esperando.
-¿De verdad te interesa? -preguntó con ironía Leonor.
-Sabes que sí.
-Pues a mí no creas que me apetece demasiado.
Leonor se desembarazó de Roberto y se puso de pie. Caminó por la habitación en busca de la falda y de los zapatos. El hombre la observaba. La mujer se miró en el espejo de la habitación y se alisó el pelo con los dedos de su mano derecha, mientras que con la izquierda rozaba la comisura de sus labios intentando paliar los dessajustes del carmín.
-Hoy hace cuatro meses que estamos juntos -comentó Leonor-. Invítame esta noche a cenar, en un lugar lujoso, y es posible que te cuente lo que quieres saber.
-Hace unas pizzas, "acá" en el salón -indicó Roberto sonriendo y señalando al otro lado de la pared del dormitorio.
-No seas mezquino. Esta vez no te va salir barato. Llámame a casa con lo que decidas y ya veré si me conviene -añadió Leonor mientras salía de la habitación-. Por cierto -se volvió desde la puerta-, ya va siendo hora de que hagas un poco de limpieza en esta casa; te lo dije el primer día, la verdad es que no sé como me quedé -añadió-, y te lo vuelvo a repetir ahora: limpia, Linaje, limpia.
Roberto aún sentado sobre la cama se dejó caer hacia atrás y apoyó la cabeza en el antebrazo. Miraba al techo pensativo. Encendió un cigarrillo y cayó en la cuenta de que fumaba mucho más desde que comenzó a salir con Leonor. Su vida había dado un giro casi total. Tan sólo el trabajo mantenía algún lazo de unión con su anterior forma de entenderla. El azulado humo del cigarrillo ascendía desde la boca hacia el techo de la habitación, para difuminarse una vez que había superado el haz de luz de la pequeña lámpara que colgaba desde lo alto. Con la mirada perdida entre el humo y la bombilla, Roberto se vio en su mísera oficina, en aquel despacho insalubre donde jornada tras jornada estaba perdiendo su existencia. Él ya no era un hombre joven, los cuarenta y cinco años, que ya había consumido, le recordaron que la mitad de ellos los había pasado en aquel lugar. Pensó en cambiar de actividad. Sin duda la presencia de Leonor cpntribuía a aquella inesperada actitud. Los ojos comenzaron a pesarle y se quedó dormido; en la duermevela se sobrevino un sueño que le acercó a su infancia. Veía a su padre fumando y leyendo el periódico en el butacón del salón. Soñó que cuando su padre estaba en casa el silencio se podía palpar. Su madre y su hermana, algo mayor que él, hablaban en voz baja en la cocina contigua a donde el padre se encontraba, al que parecía molestar cualquier ruido. Su padre le asustaba. Soñó que se hallaba jugando en el pasillo; sentado en el suelo movía los caballitos y soldados de goma en improvisada batalla contra un grupo de indios que aparecían por detrás de unas cajas de cartón puestas al efecto. Y soñó que era escuchar el ruido de la llave en la cerradura de la puerta y echarse a temblar. Sudaba cuando abrió los ojos. Quizás sólo fuera un sueño, pero venía a él de vez en cuando. No era consciente de que su padre le hubiese maltratado nunca, pero no guardaba recuerdos gratos de él. Su padre murió siendo Roberto un niño, y en los pocos retratos que guardaba en casa apenas si le reconocía. Pero aquel sueño parecía hurgarle la memoria y en ocasiones pensaba que si su timidez no tendría algún tipo de relación con su infancia. Leonor le había dado, sin pretenderlo, una visión nueva de la vida, una visión real de cómo eran las cosas, y de cómo había que actuar ante ellas. Le debía, sin que él lo supiera todavía, parte de su futuro. Desperazándose encendió otro cigarrillo y se puso a pensar en Bogart.
El sonido del teléfono, sobre la mesilla, le sobresaltó. Tomó el auricular mientras se incorporaba de la cama. Era Ángela, su hermana.
-Roberto tengo que verte -dijo una atiplada voz al otro lado de la línea.
-¿Es urgente o importante? -contestó suspicaz Roberto.
-Ya empiezas con tus sarcasmos. Sabes que soy incapaz de encontrar la diferencia en esas memeces. He de verte -añadió.
-Tendrá que ser mañana...por la tarde -concedió Roberto tras una pausa.
-Vale, a las dieciocho horas, en mi casa, te espero. (Se escuchó al otro lado el ruido de colgar el teléfono)
-¡A las dieciocho horas! Esta hermana mía es una gilipollas, además de estrafalaria...¿Qué tripa se le habrá roto, ahora? ¿Cómo necesite dinero, lo tiene claro! -exclamó mientras colgaba el teléfono.

Marcó el número de Leonor: nueve, cuatro, siete... -recitó en voz baja-, cinco y cuatro.
-Leonor, ¿te vale con la Sala Polisón? -preguntó sin convencimiento.
-De acuerdo, recógeme a las nueve. Lo he arreglado con Nuria.
-¿Está bien?- preguntó-. Para que te quejes de tu hija-añadió.
-Si, no hay problema. Pero sí me quejo. Me ha costado veinte euros convencerla.
Se oyó una carcajada al otro lado del hilo telefónico.
-Linaje, me he expresado mal. ¡Te ha costado veinte euros ! -contestó Leonor a la carcajada.

jueves, 7 de mayo de 2009

Roberto.

La luz blanca de la pantalla del ordenador caía sobre el teclado sin que Roberto se percatase de ello. Llevaba muchos años, venticinco, sentado sobre el raído cojín de la silla de madera y apoyando las endurecidas mangas de la chaqueta gris sobre la mesa de trabajo que había sido su fiel compañera todo ese tiempo. Nunca había querido ni esperado otra cosa que lo que tenía. Cuando comenzó su vida laboral era casi un niño. Poco había cambiado la oficina desde entonces; tan sólo el ordenador era testigo de los nuevos tiempos. Hasta la "catalítica" pertenecía ya al pasado, pero el butano con el que se alimentaba seguía haciendo su función. Las carpetas se amontonaban en desorden sobre las estanterías situadas por encima de la cabeza de nuestro hombre, dando la sensación a las pocas personas que se aventuraban a entrar en aquel lugar, que iban a caer en cualquier momento. A Roberto le fatigaba hacer el esfuerzo de ordenar todo aquello, por lo que el amasijo de carpetas, papeles, libros y diferentes e inservibles objetos mantenían un perfecto equilibrio entre la desidia y el conformismo de nuestro personaje.
La oficina se situaba al fondo del estrecho y oscuro pasillo que la unía con el luminoso y moderno comercio. A lo largo de los años se había ido convirtiendo, bien por abulia del propio Roberto o por comodidad de los empleados, en el desván donde iban a parar todos los trastos inservibles de la actividad comercial. Sin duda un cubil de piratas hubiera tenido mejor presencia. Pero a Roberto le parecía bien y no se inmutaba por aquellos pequeños problemas de la vida doméstica, según sus propias palabras: "Aquí me sucede igual que en casa -decía a sus compañeros de trabajo-, todo lo que no sirve va a parar al trastero". Así que los empleados no tenían ni la más mínima consideración y continuaban día tras día invadiendo el espacio del contable. Cualquier movimiento desde su silla hacía temblar a más de una caja o archivador. Pero si algo tenía Roberto en aquel lugar era tiempo suficiente para colocar cada cosa en su sitio como ingenuamente argumentaba puesto que nunca había osado poner en práctica aquel pensamiento.
Si tediosa era su vida laboral, no era más que la continuación o el comienzo de la que llevaba fuera de aquellas cuatro enmohecidas paredes.

El zumbante ruido del despertador devolvía del mundo de los sueños a Roberto cada mañana. Adormecido aún se sentaba en el borde de su solitaria cama y se calzaba las zapatillas de gamuza colocadas hábilmente, y noche tras noche, en el mismo punto: el del giro de su cuerpo al cambiar la postura horizontal a la casi fetal del asiento. El batín lo tomaba con la mano izquierda y lo echaba sobre sus hombros, para sólo meter los brazos en sus mangas cuando estaba totalmente erguido. En ese momento encendía la luz amarilla de la mesilla y apagaba el zumbido del reloj mientras bostezaba.
La cocina de la vivienda presentaba un aspecto, no me atrevería a decir que sucio, pero sí desaliñado. El orden de los pucheros, de las sartenes, de los vasos y de los cubiertos era particular; cada uno había optado por buscar su lugar según el momento en que hubiera sido utilizado. Así no era raro encontrar dentro de una cacerola, de aquellas esmaltadas en rojo y cuyo interior hacía tiempo que había dejado de ser gris, por haber ido adquiriendo con el uso un color algo más fúnebre, restos de la colada que no había acabado de ser tendida la noche anterior. Roberto sí sabía que la había dejado ahí, por lo que no le incomodaba en absoluto; le resultaba hasta placentero. Nunca se dio queja alguna sobre adónde se encontraba lo que iba necesitando. Si una sartén lo mismo podía servir para freir un huevo que para calentar la leche, mientras en medio de las dos utilizaciones hubiese pasado por debajo del grifo, ¿porqué una cacerola no iba a poder ser utilizada para guardar parte de la colada?, -se preguntaba-. La respuesta siempre estaba acorde con sus argumentos.
Mentiría si dijera que el resto de la vivienda presentaba un aspecto parecido. Es cierto que en el lavabo convivían una pequeña librería y un televisor. Roberto los creía imprescindibles en determinados y fisiológicos momentos. A sus cuarenta y cinco años había conseguido ser, siempre según la opinión que tenía de sí mismo, un hombre práctico. Afeitarse constituía una de las labores más tediosas, de tal forma que lo hacía cada tres días, pues decía que así se lo agradecía su piel. Peinarse hacía tiempo que había dejado de ser un problema. No recordaba cuando había empezado a desprenderse de su pelo. En cierta ocasión escuchó, en una obra de teatro, que si el cabello fuera importante estaría en el interior de la cabeza, no en el exterior. Le gustó aquella frase de tal manera que volvió a ver la representación al día siguiente. La ducha: los viernes. Nunca rehuía el plan de un fin de semana; semana tras semana se duchaba, pero el plan no acababa de concretarse nunca. ¡Ah!, si la ducha de viernes se olvidaba...¿pues, corría la semana! El resto de su vivienda, una sala espaciosa, era el lugar dónde pasaba más tiempo. Él lo llamaba: "mi retiro". Roberto no se preocupaba de ventilar la habitación en ningún momento, y eso que había dos enormes ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. En el centro colgaba una antigua lámpara de tulipas ennegrecidas por el polvo y el tiempo, por lo demás inservible pues el fluido eléctrico hacía años que no llegaba hasta aquellas bombillas. Una mesa llena de revistas, la mayoría de cine, se situaba a los pies de un cómodo sillón de piel, ajado por el buen uso. Y frente al sillón, el televisor: nuevo, enorme. Roberto pasaba las horas frente a él, viendo, una tras otra, películas que alquilaba en el videl club de la esquina.
Su vida transcurría de la oficina a su "retiro", pasando en ocasiones por la cocina: ¡Algo había que comer!, y esperando el fin de semana por si surgía el plan, que sólo tomaba visos de realidad en su mente, por lo que se cerraba, cada vez más, en las películas. Vivía con intensidad la vida de los demás: lloraba, sufría, a veces reía, con los protagonistas, y su mundo interior se iba conformando con los que surgían en la pantalla del televisor.
Había heredado la casa de su madre. No era gran cosa, por lo antigua, pero al menos estaba bien situada, en el centro de la ciudad. Nunca quiso desprenderse de ella a pesar de tener buenas propisiciones de compra. Siempre había vivido allí, y como él mismo decía" "La costumbre crea obstinados". ¿Filósofo?. Algo de ello había en Roberto.

"As time goes by" vibraba en el televisor. La imagen atezada de Sam llenaba toda la pantalla. Sus manos recorrían las teclas del piano con suavidad y firmeza al mismo tiempo. El rítmo de la música hacía tatarear a Roberto mientras sus piernas se movían a su son. "Recuerda esto/un beso no es más que un beso/un suspiro no es más que un suspiro/mientras pasa el tiempo" Tócala otra vez, Sam -reclamaba Roberto al pianista, como si éste pudeiera atender su ruego-. Las escenas de la película se iban sucediendo. "Siempre nos quedará París", y la película finalizaba. Roberto, entonces, cerraba los ojos, y como ya le ocurriera en el Café Central con Leonor, sentía que el tiempo invadía la habitación de su casa y recordaba tramo a tramo la película que acababa de visionar en el televisor. "Casablanca" siempre le había fascinado. Cada vez que la veía sentía las mismas sensaciones. Era como si esa cinta tuviese miles de planos diferentes a través de los cuales se pudiera ver cada toma de manera distinta cada vez. En ocasiones imaginaba suplir la vida de aquellos personajes que con asiduidad se presentaban en su casa a través de aquella maravillosa pantalla. Lo demás poco contaba. La rutina de su trabajo y la existencia diaria no eran más que formas de supervivencia: lo que para Roberto tenía importancia eran las maravillosas vidas que podía suplantar con el pensamiento en cada proyección. El cine, o más que el cine la personalidad de cada protagonista conformaban su forma de ser. ¿Utopía?, ¿soledad?,¿complejo? Quizá un poco de todo hubiera en nuestro hombre.
¿Y, Leonor?¿Era ella también un personaje salido de una película? No, Leonor era real, y aquella lluviosa tarde se había introducido en su hasta ahora tranquila existencia. La mujer se había incorporado a sus pensamientos y, de alguna manera, había compartido reparto junto a Bogart, Bergman y Linaje; él siempre se encontraba en el reparto. Fuese cual fuese el tema del film, se las ingeniaba para crear un personaje más, e incluirlo entre los figurantes. Era como un juego. Sus actuaciones eran siempre de actor secundario, para no desviar la trama. En esta ocasión había encontrado hueco para Leonor, sin sospechar que la propia vida de la mujer que acababa de conocer, se asemejaba en parte a la de la protagonista de la película que acababa de ver. No pudiendo hacerla pasar por camarera del local, que hubiera sido en otras circunstancias lo más sencillo, dudó en convertirla en la esposa del capitán Renault o en prostituta de lujo del café; ante tamaña osadía para con sus convinciones optó por la sumisa mujer del militar francés. Para él, no vaciló, tendría un papel estelar: sería camarero como casi siempre; para poder observar sin miedo a ser descubierto.
Leonor no podía llevar ese nombre, se entendía que la esposa de un oficial francés tenía que ser súbdita francesa, claro que pensándolo mejor, ¿porqué no iba a ser de Marruecos? Monsieur Renault podía haberse casado en aquel país, puesto que llevaba mucho tiempo destinado en él. Le gustó más esta idea, y Roberto decidió cambiar el nombre de Leonor por el de Almudena, que le sonaba más propio para una mujer árabe. De esta forma hizo debutar a Leonor en el cine. La nueva actriz tenía un papel breve, consistía en dejarse llevar del brazo por su uniformado esposo hasta el "Ricks" y sentarse a escuchar el piano mientras su marido compartía tertulia con los demás protagonistas de la película. Alí (para nosotros, Roberto), el camarero, no paraba de mirarla y poco a poco se iba enamorando de ella. Alí con tal de salir en cada una de las escenas, y estar cerca de Almudena, se las ingeniaba para servir bebidas a los actores, ante el desagrado de Rick, propietario del local.
Roberto regresó de su sueño. Los grandes ventanales del salón arrojaban dentro de la habitación la mortecina luz de las farolas fernandinas de la calle. La oscuridad era ya total. La noche le volvió a la realidad. ¿Había quedado con Leonor, o ésta le había dicho que no hacía planes con tanta antelación? Tampoco -pensó- suponía un rechazo por parte de la mujer. Por cierto: ¿dónde había oído aquella frase? Se quedó pensativo intentando recordar. Miró el reloj de pared; desde la butaca no distinguía los numeros de la esfera. Ya me falla la vista -comentó para sí-. Habían pasado ya las doce. Se puso la gabardina y tomó con su mano derecha el sombrero que solía usar en días de lluvia y se dirigió al video-club.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Anna Gavalda y Sándor Márai

El escritor húngaro Sándor Márai se ha convertido en uno de mis autores preferidos. Su escritura sencilla, nunca fácil, segura y creativa, han hecho que me haya acercado a su obra con un gran interés. A finales de abril mi hija me regaló "Los rebeldes", una novela breve pero intensa, inteligente e inquietante. Sus protagonistas son cuatro jóvenes que apenas acabados sus estudios deberán alistarse. La Primera Guerra Mundial está próxima a finalizar, pero sus vidas se verán envueltas entre la adversión que parece ofrecerles la madurez y el desafío que supone para ellos el vivir los últimos días de su adolescencia. Son rebeldes con mayúscula ante esta situación. Márai desarrolla la historia desgranando a cada uno de los jóvenes con esa pulcritud de la que siempre hace gala. Los muchachos desafían todas las reglas del momento social en que viven.La obra es magnífica, sin embargo el tiempo no la ha respetado. Los muchachos que describe Márai serían hoy en día simples monaguillos o seminaristas. El escritor, claro está, no es culpable de esta situación, pero ésta se produce por los cambios sociales que han llevado a nuestra juventud a comportamientos muy distintos.
Anna Gavalda, francesa y se la nota. He leído dos de sus libros en los últimos días: "La amaba", una novela corta diseñada en el diálogo que mantienen un hombre, de sesenta y cinco años, y su nuera que acaba de pasar por la experiencia dolorosa de su separación matrimonial. Es un tratado sobre el amor, con tintes entre tristes y alegres. Irónica y tierna a la vez.
"Quisiera que alguien me esperara en algún lugar", es una colección de cuentos incisivos. Gavalda nos muestra los placeres, las tragedias, la soledad, el amor..., todo lo cotidiano, con esa forma de escribir tan particular, introduciéndose entre los protagonistas. ¡Estoy enamorado de esta mujer!
Conviene no perderse el último de los doce relatos:"Epílogo", una preciosidad de cuento.

martes, 5 de mayo de 2009

Volver al siglo XVIII

Creo haber dado un paso más para descubrir los motivos de lo que se ha dado en llamar: "La crisis"
Verán ustedes: he estado este puente de primeros de mayo en la localidad murciana de Alhama; el motivo visitar a unos familiares. Alhama es un pueblo encantador, bello, lleno de vida pues es numerosa la juventud que en él vive. Haciendo memoria creo recordar que siempre que he ido, a esa lugar, los habitantes estaban celebrando algún acontecimiento. Hacía unos cuatro o cinco años que no me acercaba por allí, y, puedo asegurar, que la ciudad ha dado un cambio espectacular. La industrial cárnica "El Pozo", según me cuentan ha sido la causante de este salto de calidad que comento.
Pero a lo que iba. Alhama dista del mar treinta y ocho kilómetros. El Puerto de Mazarrón es el punto más cercano. Puerto turístico y con preciosas playas que invitan a ser visitadas. Siempre que estoy por allí, lógicamente, me acerco al mar; para los de la meseta es tema obligado. Una espléndida autopista (Murcia-Almería) acerca las localidades y hace que llegues a las playas en unos veinte minutos. La infraestructura hasta Mazarrón es soberbia, en ocasiones existen hasta cuatro carriles en la autovía.
Me extrañó ver, paralela a la autovía, una hilera de altas palmeras y olivos centenarios por su tamaño. Los olivos están plantados en un talud de unos diez metros de ancho por unos tres kilómetros de largo y con un verdor sorprendente, pues toda aqueña zona es prácticamente un desierto. Al regresar por la tarde de la playa pudo mi curiosidad y entré a conocer aquel lugar. Se trataba de una urbanización creada por "Polaris World" en el término bautizado pomposamente como "Condado de Alhama" (nada menos que un condado, sin conde claro).
Las cientos de palmeras que había visto desde la autovía forman un rectángulo y se situan en el centro de una vial de doble dirección(dos carriles de ida y dos de vuelta). Cada uno de los lados, formados mide unos tres kilómetros de longitud. Nueve millones de m2.(sí, 9.000.000 m2); este dato viene en la web de Polaris W. Una valla cerca a cal y canto la propiedad. La valla es majestuosa(no sé si es la palabra adecuada). Cuatro puertas faraónicas(ésta sí que es la palabra) dan entrada a la urbanización. ¡Ah!, entre la vía de las palmeras y la valla, existe un aparcamiento, todo alrededor del rectángulo, para ¡miles de coches! Sí, miles.
Me acerqué a una de las puertas y me recibieron cuatro guardias de seguridad. Uno de ellos me preguntó se venía invitado por algún residente. Le dije que no, que quería entrar a ver si me convencía lo que había dentro para comprar uno de los pisos que anuncian. Me dejaron entrar.
Entre todas las palabras que se me pasaron por mi cabeza me quedo con una:"OBSCENIDAD"
Aquel lugar es obsceno para una persona normal. Ofende a la inteligencia. Para empezar está situado a unos veinte kilómetros del mar(supongo que las infraestructuras habrán sido efectuadas para atender ésta y otras urbanizaciones creadas de la nada en un lugar inapropiado) ¡Miles de casas! (calculo entre 4 y 5 mil) se apiñan en uno de los ángulos del rectángulo que comentaba con anterioridad y en la diagonal opuesta del complejo residencial. ¿Residencial? ¡Pero si allí no había nadie! ¡La totalidad de los pisos estan sin vender!¡ Bueno no hay que exagerar alguno habrán vendido, no digo que no! Dinero, millones de euros esperando que alguien se acerque y compre. ¡Y la gente, suponiendo que alguna vez la haya, qué va a hacer en ese lugar; si en pleno verano calculo que habrá alrededor de cuarenta grados! Las casas, impolutas, pintadas de un blanco que reflejaba la luz y dañaba la vista, con su pequeño espacio, con su pequeño jardín comunitario, con sus pequeñas piscinas comunitarias. Pero: miles y miles de construcciones en formas de cubo e idénticas.
Eso sí, en el centro de aquel erial han llenado de agua una enorme extensión con el firme propósito de crear un pequeño lago artificial rodeado de un enorme campo de golf. Numerosos aspersores echaban agua sobre aquel terreno arenoso. Imagino que el agua que reclama Murcia no irá destinada a estas labores, sería muy torpe por mi parte entenderlo así, pero parte de ella deberá satisfacer las necesidades de aquel desierto, sin duda. Los datos de la web de Polaris son de abril del 2008. ¿Están regando desde entonces? El verde aún no existe en el campo.
Es un monumento al mal gusto, a la vulgarida, al derroche sin paliativos. ¡Años, deberán pasar años, antes de que ese proyecto, que no debió permitirse nunca por parte de quién corresponsa, tenga algún futuro, si es que consigue tenerlo algún día!
Por eso titulé este escrito "Volver al siglo XVIII", por lo barroco, por lo ampuloso, por lo sin sentido, por el aparentar,en resumen por LA OBSCENIDAD.